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Tango roto

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 (DeTeresa Vaccaro)

  
  Ayer empedrado y hoy asfalto.
    Cordón, vereda, umbral.

    Paisaje urbano.

    Afuera  el tránsito, la vida.
    Adentro un tango que se angustia,
    roto.
    Ya no sos el compadrito seductor de minas.
    Ahora te visten reciclado para turistas.

    En primera plana, con brillo nuevo.
    Mostrás hilacha de origen arrabalero.

    Me cantás al oído. Me envolvés en tu dulzura.

    Me cercás a cada paso para cobrarme factura.
    No sé qué herencia de barrio creés que llevo escondida,
    si de tu generación no acompañé la música.
    No pretendas que siga tu juego, tu súplica, tu dolor.
    ¿Perdonarte? ¿Qué me perdones? ¡Tampoco!
    Vengo a darte pelea.
    No quiero que nadie a mí me diga
    que te invade una idea vengativa.   
    Sin terceros en el medio
    hablemos, mano a mano, de igual a igual,
    Tal vez lleguemos a un mal arreglo.
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Ilustración: Tinta de Carlos Benítez Carrasco. (Dibujo tomado de carlosbenitezobras.blogspot.com)

Yunque

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(De Alba Gandolfi)

Arístides Gandolfi Herrero, Alvaro Yunque para las letras y el pueblo. Su hija Alba recuerda, en emotivas pinceladas, algunas de las vivencias que compartió con su padre, donde las penurias de la censura y el exilio se atemperan con el amor filial y los tiempos de resonante difusión de su obra.

Intento separar la imagen de Yunque-padre de la de Yunque-escritor: pero en mi memoria aparece el padre-escritor, sentado frente a su mesa, leyendo o escribiendo, desde la mañana hasta la noche.
Lo visitaban escritores jóvenes: Alfredo Varela y Raúl Larra, entre otros, con quienes mantenía sustanciosas charlas literarias y políticas. En verano muchas veces dejaba su escritorio para llevarnos a mi hermano y a mí al río, montados los tres en su bicicleta, “su pingo del asfalto”, como él la llamaba. Eso ocurría allá por los años 40. Vivíamos en Vicente López, 25 de Mayo 626, y nos llevaba a sus playas hoy desaparecidas donde nos enseñó a nadar, ya que fue un excelente nadador que además salvó varias vidas. De esos “salvatajes” le quedaron dos grandes amigos con cuyos hijos hoy me sigo tratando.
Después de unos años nos mudamos al barrio de Colegiales, Conesa 600 de la ciudad de Buenos Aires. Era una antigua casa “chorizo” que fue demolida hace muchos años, en cuanto nos mudamos.
Mi hermano Adalbo y yo, ya adolescentes, lo seguíamos acompañando en algunos de sus paseos en bicicleta, cada uno con su propio “pingo”. Visitábamos a sus amigos con afinidades intelectuales y/o ideológicas: a Córdova Iturburu en Belgrano, a Roberto Giusti en Olivos, a Emilio Biagosch, abogado, quien había sido activo participante de la Reforma Universitariade Córdoba en 1918, al escultor Agustín Riganelli en la calle Bulnes, al pintor Carlos Giambiaggi en la calle Zapiola de nuestro barrio, a Miguel Sintes Amaya y a Juan Marengo, dos amigos muy queridos cuyas muertes tempranas lo llenaron de tristeza. En estas andanzas, mi padre cargaba una bolsa con sus libros recientemente editados para dedicárselos y regalarlos a los amigos.
Siendo muy chicos, a veces resultaba difícil tener un padre que no respondía a los cánones de aquella época (1940/50), ya que muchas de sus respuestas no eran bien recibidas por los maestros de entonces. Durante el primer gobierno de Perón, por ejemplo, en la escuela nos exigieron abrir una libreta de ahorro. Esa libreta se abría con un peso que no era aportado por el escolar, sino por el Estado. Mi padre no estaba de acuerdo con esa enseñanza; por el contrario, nos decía siempre: por ahora gasten, no ahorren; nunca tuvimos una alcancía. En esa oportunidad, a continuación de la nota de la maestra, escribió en el cuaderno:El ahorro es la avaricia en pañales, mis hijos no ahorran. Las libretas de ahorro se iniciaron porque eran obligatorias, pero nunca depositamos nada.
Cuando se implantó la enseñanza religiosa en las escuelas, escribió en mi cuaderno: La religión es el opio de los pueblos, no quiero que mis hijos aprendan religión en la escuela pública. Era nuestra madre quien intercedía siempre entre ese padre diferente y los sorprendidos maestros. Ella, su gran admiradora y compañera, era quien explicaba que éramos agnósticos, no forzosamente judíos o católicos, como pretendían que nos definiéramos.
Yunque nos educó, supongo, como todo anarquista hubiera educado a sus hijos: apostó a la libertad individual como objetivo último del hombre y siempre nos demostró coherencia entre su pensamiento y su acción. Pero el aprendizaje que brinda la experiencia de la vida y su necesidad de sentirse al lado de los desposeídos, de los que sufren, lo condujeron definitivamente al marxismo.
Sufrió censura durante los distintos gobiernos militares que padecimos: en 1944 publicó dos libros con el nombre de Enrique Herrero, seudónimo que respondía a su segundo nombre y a su apellido materno. Preso en Villa Devoto durante la dictadura de Edelmiro J. Farrell (1945) y luego exiliado en Montevideo durante varios meses. Al asumir Perón otorgó una amnistía general para los exiliados y presos políticos, lo que le permitió a Yunque volver a su querida Buenos Aires. Igualmente siguió censurado y una vez más utilizó su segundo seudónimo para poder publicar, en 1944, el Diario de Jules Renard y el prólogo a Echeverría por Ernesto Morales. En 1950 publicó Prosas del autor de Martín Fierro. Selección, prólogo y notas de Enrique Herrero.
Pasaron los años; recuerdo el 11 de setiembre de 1973, cuando mataron a Salvador Allende. La tristeza lo hundió en una profunda depresión de la que le costó mucho salir. Con Salvador Allende mataron también sus ilusiones y la esperanza de ver una América Latina libre de opresores. Nos dijo entonces: Cuando se gana en experiencia, se pierde en ilusiones.
La peor censura la sufrió durante la última dictadura: Tenía 87 años muy lúcidos cuando prohibieron su participación en la Feria del Libro de 1977 y en todas las subsiguientes. Decretos firmados por Videla y Harguindeguy ordenaron la quema y destrucción de sus libros, que fueron retirados de escuelas, editoriales y librerías.
En 1977 se fracturó la cadera. Tenía 88 años. En la ambulancia, para aliviar mi mal disimulada angustia, me dijo: No te pongas triste, la muerte es sólo una transmigración. Surgían en ese momento sus lecturas de filosofía yoga, que desde la juventud lo acompañaron a lo largo de su vida.
Son varios los escritores que confesaron haber descubierto su vocación literaria y su sensibilidad social al leer a Álvaro Yunque, entre ellos Pedro Orgambide y Humberto Costantini. También es posible que hoy, después de medio siglo, haya otros chicos que, como ellos, repitan esa historia y vivan la misma emoción de aquellos, que lo leían habitualmente.
Han cambiado algunos escenarios, pero lo que permanece más allá del discurso globalizado de la aldea total son las injusticias que sufren miles de chicos como los que pintó Yunque en sus cuentos, durante su larga vida de escritor prolífico y sensible.
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Imagen: Álvaro Yunque, dibujo del poeta Luis Alposta.

Pasaje "General Paz"

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(De Enrique Espina Rawson)  

El nombre es tan curioso como el edificio. ¿Por qué “General Paz”? La avenida General Paz no existía en 1925, año en que se inaugura esta obra, y ninguna calle ni plaza cercana lleva el nombre del prócer. Deberíamos considerarlo, entonces, como un homenaje particular del propietario y ejecutor de este edificio de renta, arquitecto (es mencionado también como ingeniero) Pedro A. Vinent.
Tiene dos entradas, y aclaramos esto que parecería obvio, porque existen otros pasajes que poseen una sola. Este, entonces, puede ser considerado un pasaje con todas las de la ley, con una entrada por Zapata 552 y otra por Ciudad de la Paz 561. Está en pleno barrio de Colegiales, a un paso, como quien dice, de las avenidas Federico Lacroze, y Cabildo, y también de la estación de tren. Quien se acerque a los portones de rejas de este singular edificio, vislumbrará imágenes simultáneas de Venecia, de patio sevillano, y, fundamentalmente, una festiva visión del fundacional y mitológico conventillo porteño. Hay que imponerse un orden, que no se logra instantáneamente, y observar con atención por partes, ya que es todo desacostumbrado.
Digamos que la edificación, que recorre toda la cuadra, se halla ubicada a los lados del terreno, enmarcando un gran patio central. De allí surgen las escaleras, con barandas de reja, que llevan a los tres niveles superiores. Es decir que todas las puertas y ventanas de los cincuenta y siete departamentos que componen este complejo, dan al patio en la planta baja, o a los pasillos-balcones que recorren toda la extensión de los pisos superiores.
Estos pasillos enfrentados se comunican por graciosos puentes, evocativos de las típicas estampas venecianas, por supuesto que sin las góndolas, mientras que el largo patio posee todas las características de los patios andaluces, muy de moda en los años 20, sin que falten los típicos bancos de mayólicas, ni cantidad de macetas con plantas y flores.
La construcción, por consiguiente, no tiene un estilo definido, ya que adopta elementos de distintos orígenes. No tiene importancia. Seguramente el objetivo del arquitecto Vinent fue lograr un conjunto habitacional diferente, en donde sus habitantes pudieran socializar en un ambiente alegre y despreocupado, cosa que el gran espacio común abierto facilita en principio, y seguramente después obliga. ¿Cómo mantenerse distante con vecinos a los que se ve continuamente? ¿Pueden, acaso, eludirse comentarios sobre el tiempo o la salud de las plantas? 
Todo este clima que se adivina por simple peso del paisaje, contribuye a que este edificio tenga mucho de escenario, algo por el estilo de La pérgola de las flores, que bien podría representarse en el Pasaje General Paz” de Colegiales como se representaba en Caminito, de la Boca, donde los actores aparecían por las ventanas de los conventillos circundantes. Atención, que no es nuestra aviesa intención rebajar esta magnífica propiedad a una impronta conventillera, ya que, en todo caso este maravilloso patio escenográfico correspondería a una especie de conventillo celestial, al que todos quisieran mudarse inmediatamente.
Es destacable, por añadidura, el excelente mantenimiento de todo el conjunto, colorido y risueño, desde los magníficos portones hasta el singular nomenclátor que informa sin reticencias a los visitantes, quienes ocupan los distintos departamentos.
Sólo debemos lamentar -aún cuando por razones obvias aceptamos que así sea- el no poder ingresar por este pasaje. Lógicamente, es de uso privado.
El arquitecto Pedro A. Vinent fue una figura destacada en su profesión. Integró el estudio Vinent, Maupas y Jáuregui, que ejecutó en las primeras décadas del siglo pasado numerosos proyectos públicos y privados. Fue, por caso, uno de los principales proyectistas y realizadores de gran número de residencias que aún subsisten en el Barrio Inglés, de Caballito.
Pero este colorido y vital Pasaje General Paz” gana el concurso. No por sus méritos arquitectónicos y estéticos, que sin duda los tiene, sino por su alegría. Raúl González Tuñón dice en un verso algo así como  “Y la Vuelta de Rocha, con su siempre domingo”… Y eso es lo que nos transmite este edificio a cielo abierto, un aire de siempre domingo, en el que sólo falta que se tienda la mesa en el patio, comience la música y bajen todos los vecinos a comer.
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Imagen:Interior del pasaje General Paz (Foto de Iuri Izrastzoff)
La nota y la ilustración fueron tomadas de la página Fervor x Buenos Aires.

Saga con viajeros

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(De Martín Felipe Sosa)

Noticia: murió Fabiola, reina viuda de Bélgica, personaje difundido hasta el hartazgo por las revistas con motivo de su boda, hace de esto taitantos años, y de la que no tuve otros datos desde entonces. No recuerdo muy bien cómo era su historia, pero sí que se trataba de una española no perteneciente a una dinastía real. Aprovechando la momentánea notoriedad  de esa señora apareció por Buenos Aires un  hermano suyo que, entre nosotros,  medró bastante tiempo en función de ese parentesco. Se llamaba Jaime de Mora y Aragón, sujeto payasesco que intervenía en espectáculos y en fraguados incidentes que tenían por ámbito lugares de jarana. Comúnmente se le decía “Fabiolo”, solía vestir frac blanco, usaba monóculo, y un buen día trepó de pantaloncitos al ring del “Luna Park” para enfrentar a Martín Karadajián.
Vale la pena  –o  no, quién sabe – hacer memoria de ese ser absurdo y ridículo por haber sido el último y degradado representante de una especie aquí extinguida a partir de él. Me refiero a la de los viajeros, esos capitostes ya previamente famosos que venían a instalarse por unos meses entre nosotros, a lucirse, a pontificar, a ser seguidos, admirados y padecidos. Fabiolo fue el postrero; después todo cayó bajo el imperio de la televisión y no hubo ya que ocuparse de quien pasa por la calle, sino de quien lo hace por la pantalla, que, por supuesto, puede estar muy distante, digamos, océano de por medio.
Tal cambio, provocado por la innovación tecnológica, alteró, a su vez, un estado de cosas impuesto por otra anterior del mismo carácter. Porque en origen no se viajaba sino por guerras o por comercio, por aventura, por desventura o por vocación. Los viajeros eran guerreros, mercaderes, descubridores, exploradores, misioneros, científicos, o bien fugitivos o desarraigados, hambrientos o esclavos. Pero se inventó la navegación a vapor y junto con ella el telégrafo y las cosas se modificaron radicalmente. Los primeros que se largaron a viajar sin motivo definido y sin tomar más recaudo que el de pagar el pasaje, fueron periodistas, o cosa parecida. A Buenos Aires quienes primero vinieron en esa condición fueron dos italianos: Edmundo D’Amicis y Paolo Mantegazza, anticipos, sin saberlo, del francés Albert Londres, el que vino de incógnito siguiendo el hilo de la “Zwi Migdal”.
Pero ya la posta había pasado al gremio entonces próspero de los conferencistas, tan floreciente que hasta surgió un rubro de empresarios encargados de organizarles giras, merced a los cuales el traslado, la oratoria y la permanencia tenían compensación fenicia. Fue así como, en 1908, afavor de la gran proliferación de socialistas, se lo trajo a Enrico Ferri, socialista de campanillas y criminólogo y sociólogo de relieve mundial, con quien comienza, en modo estricto, la etapa de la historia porteña en que se instaura una relación estrecha y acuciante entre nosotros y los viajeros. Anunciado Ferri, los socialistas, encantados, concurrieron en multitud, previa adquisición de entradas, al teatro “Odeón”, encabezados por su plana mayor. Arranca la perorata y al minuto, no más, ya el disertante lanza su sentencia descalificadora: “En un país excéntrico como éste, inmerso en una economía primaria –dijo–, el socialismo es imposible”. Continúa, en medio del estupor de la concurrencia, y no tiene empacho en definir al “socialismo colonial” como mero esnobismo, como desvelo provinciano empeñado “en copiar o parodiar lo que ocurre en las metrópolis”, en tanto por las caras sudorosas de Juan B. Justo, Nicolás Repetto y Enrique del Valle Iberlucea pasaban, intermitentes, los cuatro colores.
El italiano era tajante, no se arredraba y no había forma de interrumpirlo. La exposición terminó sin aplausos y con la mitad de las butacas vacías; Ferri saluda y se retira del escenario. Apechugando rabia, Justo sube a él e improvisa un muy decoroso y, en verdad, juicioso alegato en contra de lo escuchado, pero la espina les quedó clavada hondo a los hombres del “viejo y glorioso” y tal fue el motivo por el cual, para el Centenario, hicieran venir a otro socialista eminente a restañar la herida causada por el detractor: apelaron a Jean Jaurès y, en efecto, el autor de la Historiasincera de la Revolución Francesa se mostró mucho más comedido hacia sus correligionarios “indianos”, si bien no dejó de escandalizar y, a veces, poner ruboroso al ascético grupo, debido a sus gustos de bon vivant y su debilidad por las faldas.  
Los viajeros empezaron  discutiendo la naturaleza del socialismo local y terminaron convirtiéndose en solemnes definidores de lo argentino y de lo americano, a los que no pocos escuchaban como oráculos, referencia que no apunta a negar los indudables méritos y aciertos de varios de ellos, sino a expresar asombro porque se haya dado tanta importancia –hasta en términos multitudinarios– a personas que estaban de paso y que, en ocasiones, ni siquiera hablaban nuestro idioma. No era éste el caso de José Ortega y Gasset y, en rigor, fue al único que se lo rebatió con agrura, seguramente injustificada, por aquello de El hombre a la defensiva y “argentinos, a las cosas”, que tanto molestó.
Aunque peor lo pasó Waldo Frank, optimista visionario que postulaba una suerte de redención espiritual americana, y que acabó trompeado y pateado malamente por una patota nacionalista. Su contraparte pesimista, el pintoresco y papelonero conde de Keyserling –quien, además era un filósofo notable y que tangueramente subsiste en eso de “No te hagás el Keiserlín”– hablaba de lo telúrico, de lo intuitivo, del horror y del “silencio genesíaco”, del “légamo en que se asienta lo humano en el Nuevo Mundo”, y es seguro que el aporte de ambos ha inspirado e inspira a buena parte de lo que ha venido escribiéndose sobre nuestra realidad social.
Lo que se cuenta de la estadía del conde en Buenos Aires se pierde en el abismo de lo desopilante: sagaz conocedor de países exóticos, eximio orientalista, literato reconocible hoy en libros que son joyas, como La vida íntima, tenía, empero, sus fallas, compañeras de una enorme corpulencia y de una verborragia abrumadora, alternada con interpretaciones de canto y otras pianísticas. Y comía pantagruélicamente y bebía en proporción, con lo que solía finalizar ebrio cuanto agasajo que se le hacía: el gran Alfonso Reyes ocupaba el cargo de embajador de México y le ofreció una recepción. Si el alemán era un coloso, el mexicano era chiquito, esmirriado y pelado. En un momento, poseído por el alcohol y tambaleante, el gigante, para no caerse, apoyó su mano en la cabeza del aterrado anfitrión y utilizó a la persona de éste como bastón por unos cuantos minutos, hasta que pudo conseguirse acercarlo a un sillón y tirarlo a que durmiese la mona. En un ágape con periodistas organizado por Victoria Ocampo, y presuntamente despechado por haber ésta rechazado avances de su parte, la agredió en un crescendo insólito culminado con el sabrosísimo dicterio de “india con flechas”, obvio y cruel resumen del tradicional desprecio con que suele mirarnos la élite europea.
Hay, todavía, un puñado más de transeúntes por nuestra ciudad que merece ser recordado. Por ejemplo, Georges Clemenceau y James Bryce, quienes posteriormente escribieron acotaciones llenas de inteligencia y comprensión sobre Buenos Aires; Albert Einstein, quien vino a explicar “en sencillo” su teoría, y que de regreso en Alemania se despachó con que –según creía– en nuestra ciudad sólo dos personas lo habían comprendido: “Una –puntualizó–, un general Dellepiane (Luis), que entiende de cálculos balísticos; y la otra, un señor Lugones, escritor”, modesto espaldarazo que bastó para animar al poeta a incursionar en la física deductiva, como lo hizo en su curiosa obra El tamaño del universo, y, sobre todo, Rabindranath Tagore, el  más raro de todos, tipo extraño de viajero mudo: no pronunció conferencias, no recitó ni en bengalí ni en inglés y ni aun, siquiera, hizo declaraciones a la prensa. Lo suyo era sólo estar de pie, estático dentro de su túnica y tras de su barba, con la palma de la mano derecha recogida en dirección a la muchedumbre como para bendecirla, sea en la barandilla del barco, en la esquina de una avenida o en las barrancas de Punta Chica. Y la gente –impresionantes aglomeraciones–  lo miraba embobada con aire de “he aquí que este profeta nos conducirá ahora hasta las riberas del Ganges”. Un hombre enjuto, de sombrero rancho (al que llamaban “De Bernardi”) se ponía, al parecer espontáneamente, ante los arrobados y les dirigía exhortaciones, invocaciones, frases breves. Cada tanto volvía el brazo hacia el ilustre santón  lírico y exclamaba a voz en cuello: “¡Vedlo al peregrino!”.
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Imagen: Jaime de Mora y Aragón, más conocido por el sobrenombre de “Fabiolo”.

Tramperas, ratones y pajaritos

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(De José Muchnik)

 Supongo que antes, mucho antes del fuego ya habíamos inventado las trampas ¡coméos los unos a los otros! no te enojes Jesús, así fue siempre, claro que mejor sería amarse, pero qué podemos hacer si tiraron dados cargados, ¡yo qué sé quién los tiró!, mejor no averiguar. Por supuesto que el fuego fue un gran progreso, permitió churrasquear bestias que antes comíamos crudas. La gente es así, desagradecida, nadie se acuerda cuando saborea chinchulines o chorizos, que está en deuda con genios anónimos que inventaron el fuego. Tampoco Josecito imaginaba que las tramperas para ratones o pajaritos que vendía en la ferretería don Miguel tenían sus orígenes en los confines de la historia, ahí donde comenzamos a “domesticar” la naturaleza. El principio para cazar mamuts no era muy diferente, un hoyo enorme disimulado con palos y ramas, un señuelo y…, esperar que el mamut cayera ¿Se imaginan? Una horda de pequeñitos humanos matar y despedazar un enorme mamut, no cabe duda de que somos animales muy inteligentes ¿o alguien piensa lo contrario?  Trap, trap, trap…, parece que la palabra trampa también viene de muy lejos y tiene sus orígenes en el ruido (1) de los pasos, después de todo hacerle “pisar el palito” a otros animales o a sus semejantes nos preocupó a largo de nuestra evolución, y nos sigue preocupando. ¡No! ¡por favor! no entremos en debates inútiles, en eso andamos desde que estrenamos esta obra, en erigirnos en el centro de la creación, no sé si es un éxito, pero que hay público lo hay, cada vez más, aunque se caigan del mapa; tampoco conocemos libretos alternativos, no, no hablo de política, me refiero a la estructura de la tragedia.
Josecito vendía las tramperas para ratones sin la menor idea de que esos pequeños objetos eran fruto de milenios de sabiduría, tampoco sentía piedad alguna por las bestiecillas guillotinadas. Mire señora, si no tiene queso ponga un poco de pan duro en esta lengüeta, luego la arma así, con cuidado y la deja en algún rincón, ojo apóyela despacito si no…, entonces me daba el gusto, tiraba un clavo o un tornillo en el lugar preciso y… ¡Trap! …¡Ayyy!... no se asuste señora ¿vio? es muy sensible, cuidado con los dedos, aconsejaba con simpatía a los clientes. Después de todo por qué horrorizarse, Boedo no era la jungla pero había que sobrevivir, la feria de Colombres, el mercado de Inclán, el de San Juan…, desparramaban roedores por el barrio, tratar de liquidarlos me parecía normal. Algunos preferían agarrarlos vivos, cuestión de economía decían, estas tramperas se pueden reutilizar, no quedan impregnadas con olor a sangre, son bichos muy piolas, si huelen algo raro se rajan. Los ahogo pibe, qué querés que haga, que los saque a bailar, aclararon mi duda un día de manera “amable”, no entiendo por qué eso me daba más asco que imaginarme las cabecitas aplastadas de un saque, hay cosas difícil de explicar. Las tramperas para ratas, más grandes, de madera o de hierro, funcionaban con el mismo principio, pero a ésas no me dejaban despacharlas…, prohibidas para la manipulación de menores.
Con los pájaros era diferente, les veía cara de asesinos a los que las compraban, tal vez la memoria me traicione pero eran más bien hombres, les mostraba las tramperas, yo qué sé cómo funcionan, eso lo debe saber usted jefe, trataba de terminar la venta lo más rápido posible, no soportaba la idea del pajarito prisionero. Cuando le pregunté para qué querían cazarlos mi viejo respondió, los venden Iósele, con una sonrisa tenue, como disculpando mi inocencia. Van aquí nomás, a Luján, Cañuelas…, o un poco más lejos, a Punta de Indio, Chascomús… Ahí agarran “cabecitas negras”, chorlitos, cardenales, jilgueros…, hay un buen mercado… Así es Alejandra (2) la jaula no se volvía pájaro, la poesía es vida pero la vida no siempre es poesía, así terminaban pobrecitos, música emplumada en jaulas, mínimas Venus hotentotes (3) para distracción de… Y así seguí perdiendo mi inocencia, lo que no me había dicho mi viejo es que las aves no vendibles, entre ellas los gorriones, terminaban en “polenta con pajaritos”; no señores no es ningún invento, es más, en el norte de Italia fue una tradición culinaria hasta los años setenta, luego comenzaron a protegerlos, a los pájaros me refiero, porque la gente… La gente se la rebusca como puede y aunque a los lectores  les parezca mentira, hoy, año 2014, comienzos del tercer milenio, en las costas del Mediterráneo, millones de aves migratorias son masacradas en permanencia (4). Triste destino el de gorriones y golondrinas Edith (5), sus gorjeos silenciados en polenta.
Ratones, pajaritos, gente…, con los años me da la sensación de que estamos dando vueltas en la misma jaula…, pero no vemos los barrotes… ¡Cómo se sofisticaron las trampas!
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Notas:                                                   
(1) Trampa: “el origen es onomatopéyico,  de la voz ¡Trap! o ¡Tramp! que imita el ruido de un cuerpo pesado en marcha”. J. Corominas, J. A. Pascual. Diccionario crítico etimológico, ed. Gredos, 2001.
(2) Del poema de Alejandra Pizarnik “El despertar”: […] Señor  / La jaula se ha vuelto pájaro  / y ha devorado mis esperanzas  / Señor / La jaula se ha vuelto pájaro  / Qué haré con el miedo.
(3)  Venus hottentote: En referencia a la historia de Saartjie Baartman nacida a fines del siglo XVIII en África del Sur, vendida en 1810, al británico William Dunlop, quien la llevó a Europa para exponerla en su circo como una rareza. Prohibido el espectáculo en Londres, fue trasladada a París donde se constituyó en una curiosidad científica y sus restos embalsamados expuestos en el “Musée de l’Homme” hasta el año 1974 fueron recién devueltos a África del Sur en el año 2002 donde fueron inhumados. (http://www.wanafrika.org/2013/02/historia-de-sarah-bartman-la-venus.html ).
(4) Cada año, de una punta a otra del Mediterráneo, cientos de millones de aves, desde las paseriformes hasta las grandes planeadoras, se matan para comerlas, para enriquecerse, por deporte o por distracción. La matanza es totalmente indiscriminada, con un gran impacto en poblaciones de aves que ya están suficientemente machacadas por la destrucción o la fragmentación de sus hábitats (fuente: Last song for migrating birds de Jonathan Franzen, http://www.seo.org/2013/06/18)
(5) En referencia a la cantante Edith Piaff apodada “el gorrión de París”.

Ilustración: Trampera para cazar ratones.
Nota tomada del periódico “Desde Boedo”, mayo de 2014.

Puchero y "Tropezón"

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(De Silvia Long-Ohni)

En 1896, en la esquina de Callao y Bartolomé Mitre, se inauguró “El Tropezón”, restaurante que le tocaría como destino el ser, por mucho tiempo, sitio emblemático de Buenos Aires, a tal punto que podría decirse que ningún porteño de ley podría haberse privado, siquiera por una vez en su vida, de acudir a comer, por supuesto puchero.
Poco tiempo después, en 1901, el restaurante se mudó a Callao y Cangallo (hoy, Teniente Coronel Juan D. Perón), ubicación en la que funcionó hasta 1925, año en que debió volver a cambiar de domicilio a causa de una desgracia imprevisible: el hotel que funcionaba en los altos tuvo un derrumbe y el salón se arruinó.
Pero “El Tropezón” estaba empecinado en sobrevivir y el 10 de febrero de 1926 se reinauguró en Callao 248, que es el lugar en que lo conocimos. Aunque no se trataba de un sitio lujoso, ese ícono porteño tenía lo suyo: una cierta personalidad que lo hacía especial, diferente, pues se caracterizaba no sólo por permitir largas charlas entre los comensales, ya que, por bastante tiempo permanecía abierto durante las 24 horas, sino por la peculiaridad de que, en general, los clientes venían en grupos más o menos amplios. Difícil, aunque no imposible era encontrar allí, sentados, a una pareja o a un par de amigos, pues lo común, casi siempre, era que la reunión, en torno a dos o más mesas reunidas, fuese, por lo menos, de dos, cuatro o más personas.
Porque, como sabemos, la distinguida especialidad de “El Tropezón” era el puchero y resulta una pizca artificioso hacer uno para pocas personas, dada la cantidad de ingredientes que deben aparecer sin falta para que quepa calificar como “flor de puchero” a ese cocido que se ganó un lugar de privilegio en la cocina de los habitantes de nuestra ciudad. Aparte y más allá de la posibilidad de compartir un gran puchero entre varios, más allá de la visita de tantos porteños ignotos, “El Tropezón” supo tener clientes famosos, como Federico García Lorca, en su paso por Buenos Aires, y nuestros tan nuestros Ireneo Leguisamo y Carlitos Gardel que ocupaban, invariablemente, la mesa 48.
Y el puchero, que tanto nos llama, ¿de dónde salió? Puchero se denominan muchos tipos de cocidos preparados, tradicionalmente, en todas las zonas de España, pero el nuestro, el puchero argentino y rioplatense deriva, de manera directa, del puchero andaluz, que consiste en un caldo que se obtiene de la cocción conjunta de carne de ternera, de cerdo, de gallina, panceta, huesos salados y un repertorio de verduras en la que la papa es la protagonista mientras que la zanahoria, la calabaza, el nabo, las acelgas y el apio vienen a hacerle compañía, con el añadido de que equivale aquí a un pecado capital la ausencia de los garbanzos.
Andaluz, según opina la mayoría, en cuanto a determinar su origen, sin perjuicio de que otros estudiosos lo hagan derivar de las islas Canarias o  de Huelva. De cualquier forma, si hay un plato común a todas las cocinas españolas, éste es el puchero, llámese como se llame, olla, pote, cocido,  porque, en realidad, etimológicamente, “puchero” no quiere decir otra cosa que “olla”, sea de barro, de hierro, o de lo que venga.
Mucho lo que se ha escrito sobre los orígenes del puchero, pero mantengamos en esto un rango de seriedad: por lógica, una idea similar debe haber surgido en muchos lugares del mundo y así vemos que muchísimo se le parecen el pot-au-feu francés, el bollito misto italiano, la “olla podrida” –adjetivo que, curiosamente, deriva de “poderida”, que quiere decir “poderosa”, habida cuenta de su enorme valor alimenticio– y  la “adafina”, plato judío similar al puchero y típico de los sábados. Claro está, los judíos no le ponían carne de cerdo, porque la ley mosaica prohíbe su consumo. Pero con los Reyes Católicos, la Inquisición, las conversiones forzosas y las expulsiones den masa, quienes se quedaron en España lo hicieron presumiendo de cristianos viejos, de manera que el cerdo vino a resultar infaltable, como muestra evidente de rechazo a lo judaico.
Desde luego, como es frecuente en este tipo de comidas, también el puchero fue, en su origen, una comida de campesinos, de gente pobre, de lo que hasta hoy deja constancia la tendencia a utilizar los restos: el caldo por un lado y por otros los sobrantes de carne vacuna, panceta, pollo, etcétera, que junto con lo que pudiera quedar de algunas verduras, terminarán sobre la mesa del día siguiente bajo el muy honroso nombre español de “ropa vieja”, o siendo parte del salpicón.
Pero, ¿cómo es que llegó a nosotros y se instaló para quedarse como uno de los platos más típicos del país? Por cierto, hubo en puchero antiguo de las épocas de la Colonia y de la Patria vieja del que poco se sabe, pero el actual, tal como lo conocemos, llegó a la Argentina junto con las corrientes inmigratorias de finales y mediados de siglo XIX. Era la comida básica de las familias españolas que llegaban y se alojaban en el Gran Hotel de Inmigrantes situado en el puerto, para establecerse luego en el interior del país, o bien para compartir con sus compatriotas vivienda en los conventillos de La Boca, Palermo, Villa Crespoo San Telmo.
Heredamos esta comida y la adaptamos a nuestras costumbres e idiosincrasia  hasta transformarla en uno de los platos típicos de nuestra cocina ciudadana. Acá tomaron preponderancia las carnes vacunas con hueso, la falda, el osobuco, el caracú, un poco en desmedro del cerdo y del cordero, aunque siguió presente el cuerito y el chorizo colorado y, en lo que resta, aparte de la infaltable “verdurita”, a la papa y la zanahoria se le sumaron la batata y el puerro, y la calabaza la reemplazó por el zapallo criollo de cáscara verde. Garbanzos y porotos subsistieron, pero el repollo y el choclo ganaron en prestigio dentro de la olla. Y todo ello servido con el caldo o bien, aparte, rociado con aceite, acompañado, a veces, con salsa criolla y, en ocasiones, sazonado con mostaza y siempre, siempre, acompañado con vino.
Y se escindió la cosa en puchero y “puchero de gallina”, del que “El Tropezón” hizo una especialidad clásica, según lo ensalza el tango: Restaurant Tropezón / pucherito de gallina / con viejo vino carlón.
En Buenos Aires, puerta de acceso, el puchero llegó a ganar tanta preeminencia que hasta su mención llegó hasta a sustituir al adagio bíblico de “ganarse el pan” por el de “ganarse el puchero”, o bien “ganarse los garbanzos”, o “parar la olla”, sentencias de porteñísima identidad.
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Ilustración: Rincón del restaurante "El Tropezón" (Foto tomada del fotoblog tribuAltair).

Barrio "GRAFA": monoblocks con historia

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(De Jorge Luchetti)
           
 Los cambios tecnológicos producidos por efecto de las dos grandes guerras llevaron a transformaciones significativas en la arquitectura del siglo XX; no sólo por la evolución en el diseño y en la morfología del espacio arquitectónico, sino también en el uso masivo de nuevos materiales y la automatización constructiva. Uno de los actores preponderantes de esta historia es el hormigón armado. Si bien su origen data de mediados del siglo XIX -usándose principalmente en puentes, túneles y obras ingenieriles- la masificación y el uso en arquitectura apareció en forma determinante recién al finalizarla Segunda Guerra Mundial. El hormigón armado dio origen a una gran multiplicidad de soluciones, como la construcción en altura en forma más económica, manteniendo las grandes luces y la flexibilidad constructiva a través de los sistemas prefabricados, ya sea in situ o en fábricas.
Sin dudas la falta de viviendas en la Europa de posguerra provocó la necesidad de realizar construcciones en forma rápida y efectiva: así apareció un nuevo tipo de arquitectura, llamada monoblock. Podríamos aseverar que, a partir de esta premisa, la arquitectura contemporánea en sí misma se transformó en una de tipo industrial, la cual llevó a estandarizar los sistemas constructivos. Estos nuevos cambios tecnológicos permitieron una rapidez y efectividad en el armado de los edificios, que se multiplicaron a una velocidad nunca antes lograda. Asimismo, las nuevas formas de vida y la misma falta de hábitat llevaron a un nuevo concepto sobre el espacio en la vivienda. La casa unifamiliar y las nociones de vivienda individual no llegaban a satisfacer al mercado habitacional. Surgen de esta forma los primeros monoblocks, una síntesis del aprovechamiento -en algunos casos excesivo- del espacio.
Pero más allá de que en algunos casos los diseños fracasaron, es innegable que supieron dar respuesta a los problemas de hábitat urgentes. El cambio fue tan radical que no sólo explican el surgimiento de una arquitectura totalmente social, sino también de una transformación en la concepción de la forma de vida del hombre de ciudad. Es interesante además analizar lo sucedido detrás de la Cortina de Hierro, o sea en los países de Europa del Este. Allí se desarrolló un sinnúmero de viviendas comunitarias que tenían una concepción totalmente socialista y buscaban la masificación del hombre, pero a su vez proponían no dejar en la calle infinidad de familias que después de la guerra carecían de viviendas. De esta forma aparecieron las llamadas Jrushchovkas.

ORIGEN COMUNISTA
Las Jrushchovkaso Khrushchovkas son un tipo de vivienda comunitaria realizadas en forma prefabricada y que vinieron a paliar el déficit habitacional después de la Segunda Guerra Mundial, en los territorios de la ya desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). El nombre que adquirió este tipo de viviendas está relacionado con el líder ruso Nikita Jrushchov, que en los años ‘50 era jefe del Partido Comunista en el país -poco tiempo después ocuparía el lugar de Stalin- y es quien propuso la necesidad de un plan habitacional, con un tipo de viviendas provisorias para toda la URSS. El mismo Jrushchov supervisó el trabajo de los arquitectos, condicionándolos con tres premisas fundamentales: costos mínimos, aprovechamiento del espacio y rapidez constructiva, implementando nuevas tecnologías. La supervisión técnica y planificación, que se realizaba en Moscú, estuvo a cargo del arquitecto e ingeniero Vitaly Lagutenko.
Los primeros proyectos fueron pensados para un período de duración de 25 años -la idea era salvar el momento de crisis, luego demoler los edificios y hacer mejores construcciones- pero aún hoy subsisten varios de estos modelos. La economía del espacio fue indispensable. Se llegaron a instalar bañeras de 1,20 metros, donde la persona entraba sentada. Los tabiques interiores se redujeron a ocho centímetros y eran de escasa aislación, en una de las regiones más frías del planeta.
A pesar de las críticas que se le hicieron a estas construcciones, las cuales fueron satirizadas en comedias, el plan de las Jrushchovkas, con falta de comodidades y todos los inconvenientes antes nombrados, han dado solución a más de 50 millones de personas que tenían como destino las frías calles de la URSS. En 2009 se prometieron reemplazar algunas Jrushchovkas,pero lo provisorio siempre se hace eterno y mucha gente deberá seguir esperando por un cambio. Así como Kazán es la ciudad rusa símbolo de las Jrushchovkas, en la ex Alemania del Este la ciudad de Marzahn -durante la Segunda Guerra Mundial funcionó uno de los más grandes campos de trabajo forzado para gitanos- es la ciudad de los llamados monoblocks comunistas, que a pesar de la unificación de Alemania siguen en pie.

COMPLEJO “GRAFA”
Se podría agregar a todo lo antedicho que la era de los monoblocks no fue privativa de los llamados países del este; en América se extendieron de norte a sur, siendo México uno de los países latinos en donde se desarrollaron los primeros grupos importantes. Pero la necesidad también llegó a la Argentinay el bello chalet californiano ya no era respuesta suficiente ante la gran demanda que empezó a surgir durante la segunda etapa del gobierno peronista.
De esta forma se fueron gestando barrios enteros con construcciones del tipo monoblock: el “Curapaligüe” (Simón Bolívar), del año 1952, ubicado a un lado del Parque Chacabuco; el monoblock “General Belgrano”, también de 1952, que se situó en el Bajo Belgrano; el barrio “Balbastro”, de 1948, en Flores Sur, rodeado por una gran arboleda que hace especial al lugar; el barrio “Los Perales”, en Mataderos, realizado en 1948 e inspirado en las construcciones ejecutadas en Estados Unidos. En 1954 se inauguró uno de los últimos barrios peronistas, el “Alvear III”. Allí también se incluye el llamado popularmente barrio “GRAFA”, construido en 1950 por el arquitecto Carlos Coire, el mismo que construyó la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UBA.
Con más de 7.000 personas, en 1926 se inauguró la fábrica textil más grande del país: Grandes Fábricas Argentinas (“GRAFA”), cuya sociedad pertenecía al grupo Bunge & Born, de origen belga, radicado en el país desde fines del siglo XIX. Bunge & Born adquirió la fábrica Textil Sudamericana, bautizada como “Sudamtex”, y a partir de ese momento comenzó la historia de “GRAFA” junto a la necesidad de construir monoblocks, los que fueron habitados mayormente por empleados de la textil.
El barrio fue llamado “17 de Octubre”, pero después de la caída del general Juan Domingo Perón fue rebautizado por el nombre de “General San Martín”. Hoy, en los vaivenes de la política, está en proyecto restituir su nombre de origen, no sólo para reivindicar la fecha símbolo del peronismo sino también por cuestiones de identidad.
Este conjunto edilicio se desarrolló en 11 hectáreas, rodeando una plaza central y un importante centro comercial. Son más de mil departamentos de tres y cuatro ambientes. Una vez cerrada la textil en los años ‘90, la construcción fue demolida y el barrio se desnaturalizó. Se instaló en su lugar un gran hipermercado en reemplazo de la fábrica “GRAFA”, que desde 1930 venía elaborando ropa de trabajo. El cierre de esta empresa terminó por desvirtuar el sentido que en sus orígenes tuvo el barrio, lamentablemente. Como si fuera una paradoja para el peronismo, la causa de este mal fueron los criterios aplicados por el gobierno de Carlos Menem.
Esta arquitectura, símbolo de una época, quedaría claramente abolida según el crítico Charles Jenks, quien declara que el día 15 de julio de 1972 alas 3.32 de la tarde el fallecimiento de este modelo de monoblocks -incluido dentro del movimiento moderno- habría ocurrido en Saint Louis, Missouri. En ese instante el conjunto habitacional Pruitt-Igoe, símbolo de la aplicación de los principios modernistas a la construcción en masa, se fue abajo.
Lo impersonal, como sucede con este tipo de edificaciones, ha llevado a conclusiones burlescas, como la siguiente extraída de un semanario femenino: “Visitando a una amiga, residente de uno de esos nuevos complejos urbanos, vi niñitos solazándose en los espacios verdes. Llevaban sobre su ropa una etiqueta donde constaba su nombre, apellido, número del edificio y departamento donde residían. En esas torres todas idénticas, sin identidad, donde los niños suelen perderse, tales datos son indispensables para devolverlos a sus hogares...”.
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Imagen: Una vista del llamado barrio "GRAFA", en el barrio porteño de Villa Pueyrredón.
Nota tomada del periódico “Mi Barrio”. (Diciembre de 2014).

A la vuelta de la esquina

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(De Boris Frontera)

Yo soy Prudencio Navarro,
 el cuarteador de Barracas...
 Tengo un pingo que en el barro
 cualquier carro
 tira y saca...,

son palabras que  por ahí andan, como a la espera de que les dejen rehacer un Buenos Aires que ciertamente no existe y que, sin embargo, está a la vuelta de la esquina.
En pos de ellas las cosas vienen, arrastradas “a la cuarta”, por las calles grises de la aglomeración fabril, entre fachadas de mampostería que los años agreden y veredas a las que asoma sus manos el olor de una magnolia. Quedan atrás los desniveles de la vieja Patricios, y por Gualeguay, por Pinzón, por Alvarado, por Perdriel, por Luzuriaga, por Osvaldo Cruz, de pronto se escucha la voz de ese tango esencial e innominado que nos sigue como una sombra, empeñado ahora en glosar esa dimensión de  depósitos, de paredes despintadas y pintarraejadas, de glicinas anacrónicas y recientes.
No es ningún tango en particular y son, a la vez, todos cuantos aluden  o avizoran un barrio con resabios de pueblo y situado tan lejos del Centro como la imaginación quiera. Un vecindario con tardecitas polvorientas a las que llega, inevitablemente, una sugestión campestre:

No te apurés, Carablanca,
que no tengo quien me espere...
Nadie extraña mi retardo,
para mí siempre es temprano
para llegar... No te apurés, Carablanca,
que al llegar me quedo sólo...
Y la noche va cayendo
y en sus sombras los recuerdos
lastiman más.

Ahí tenemos la  soledad, el tiempo cumplido, ese diálogo sin interlocutor en que solemos incurrir los porteños, "Soledad, la de Barracas”, si así se desea, siquiera para valernos de esa borrosa imagen de ingenuidad antigua:

La cosa fue por Barracas,
la llamaban Soledad...
No hubo muchacha más guapa,
Soledad la de Barracas,
que me trajo soledad.

Después, la visión se emancipa de la nostalgia y el que camina sin saberlo hacia un Oeste que siempre se diluye, musita, o tararea, o acaso apenas le tiembla en los labios:

Yo soy del barrio de Tres Esquinas
viejo baluarte del arrabal...
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Imagen: Carro sobre la cornisa de la esquina "Manoblanca" (Foto tomada de notife.blogspot.com) 

La sinagoga de la calle Piedras

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(De Sara Vaisman)

Hace unos años, comencé un estudio sobre las sinagogas de Buenos Aires. Cada una de ellas, da testimonio de la comunidad que la construyó y representa a un determinado grupo, según la ciudad o región de la que provienen sus miembros.
Hace poco tiempo, tuve la oportunidad de ingresar a la sinagoga de la calle Piedras, cuyo nombre es Bet El, donde concurrían sefardíes de origen marroquí.
A comienzos del siglo XX, la Congregación IsraelitaLatina, fundadora de esta sinagoga, logró la compra de un terreno en la calle Piedras 1164 donde se levantó el mencionado edificio. En esos años, cuando se realizó la obra, Buenos Aires no estaba tan poblada; la ciudad comenzaba a experimentar profundos cambios, derivados de la nueva composición social y del crecimiento económico que se vivía en ese momento.
Hacia finales del siglo XIX, la producción arquitectónica y la idea de progreso, alentaban a los constructores a abandonar la tradición nacional para incorporarse a los modelos de la cultura de Francia, Italia y Gran Bretaña.
Buenos Aires crecía y se transformaba adquiriendo las características de una metrópoli de población cosmopolita y se extendía creando nuevos centros, además de los consagrados. La imagen de la ciudad, en este período, como capital de una nación en formación, requería de nuevos símbolos que la identificaran con la modernidad, con la mirada puesta en Europa. En el viejo continente, el eclecticismo imperante recobraba imágenes de su historia, que nuestro país también adoptó. Por lo tanto, no nos resultará extraño hallar en los edificios construidos en dicho período, esas influencias, incluso en la tipología sinagogal.
Este edificio de la calle Piedras, interior y exteriormente, es un ejemplo más de la arquitectura porteña de la década del veinte. El proyecto estuvo a cargo de José Tartaglia, arquitecto de origen italiano, no judío, no existen otros datos, la obra habla en cada detalle.
Está emplazada en un terreno convencional entre medianeras, correspondiente a la división parcelaria de Buenos Aires, y la sinagoga ocupa la totalidad de los 8 metros de ancho del lote.
El edificio está conformado por un hall de acceso que antecede a la sinagoga propiamente dicha, donde se encuentra la escalera de acceso a la galería superior y otros anexos. El salón está conformado por una nave única, rectangular. Esta forma define una fuerte dirección longitudinal ya que acceso y Eijal (arca), punto focal principal, se encuentran en los lados menores del mismo.
Una tarima se eleva por encima del nivel del salón dando lugar a la ubicación de la bimá y detrás de ella al Eijal que se encuentra flanqueado por dos columnas doradas. Una galería superior, el espacio destinado para las mujeres, recorre el lado corto del acceso y los dos laterales largos hasta unos metros antes de llegar al espacio del Eijal. Se dispone a modo de balconeo sobre el salón principal y constituye una fluidez espacial que ha de permitir la participación de las mujeres en los servicios.
Desde el techo, compuesto por una bóveda de cañón, pende una enorme lámpara; ubicada en el centro del salón, ilumina la parte principal. Además, hermosas lucarnas permiten una iluminación cenital natural, a la vez que dejan ver las estrellas por la noche. En el muro posterior del edificio, detrás del arca sagrada, se recortan cinco vanos cuyo cerramiento lo componen bellos vitrales.
El arquitecto incorporó en esta obra su saber y el lenguaje de influencia italiana. El antepecho que recorre la galería superior está ornamentada por pequeñas columnas de orden corintio. Esta arquitectura académica de finales del siglo XIX y principios del XX se hace evidente en la fachada, básicamente una conformación simétrica en que un gran arco de medio punto sobre dos pilastras abarca la totalidad de la composición. Las particiones verticales responden a un esquema tripartito enfatizando el área central donde se ubica la entrada. Por debajo del arco se ubican tres ventanales con vitrales, uno central de dimensiones mayores a los dos laterales siguiendo la tripartición mencionada.
Una partición horizontal, materializada por una suerte de friso adornado con pequeñas columnitas de orden corintio con arquitos de medio punto idéntico al detalle del antepecho de la galería alta del interior. Este friso llega hasta las pilastras laterales sin superponerse a ellas donde se destaca la verticalidad que muestran las mismas. Sobre este friso se ubicaban, además, las dos tablas que simbolizan las tablas de la ley, hoy inexistentes.
Debajo de este friso tres puertas macizas de madera siguen la tripartición simétrica proveniente del interior. Para completar, el frente está adornada por arabescos siguiendo la curvatura del arco y las pilastras laterales contienen, cada una de ellas, un pequeño nicho donde se ubican un par de columnitas salomónicas coronadas por un pequeño arco en forma de herradura o morisco.
Todo el edificio se encuentra retirado de la línea municipal. Una escalinata eleva la edificación sobre el nivel de la calle. La línea municipal queda reconstruida a través de una reja.
El edificio constituye una discontinuidad en el espacio urbano. Según el arquitecto Aldo Rossi, en una ciudad se manifiesta ese especial contraste entre lo universal y lo particular, lo individual y lo colectivo. Esta división de la esfera privada y la pública está relacionada con la arquitectura de la ciudad.
Las áreas públicas están constituidas por edificios de carácter colectivo, destinados a actividades de la comunidad que la identifican como tal. Los sitios religiosos, constituyen gran parte de este universo: son sus espacios sagrados.
Dentro del universo de los edificios de carácter colectivo edificados por la comunidad judía son las sinagogas los signos más visibles y representativos. Sus elecciones de lenguajes o estilos arquitectónicos respondieron, más bien, al momento histórico de la construcción de estos edificios y a las preferencias de cosmética de cada grupo según su origen o el de los diseñadores. Su presencia se ha de evidenciar a partir de su morfología, más monumental, algo retirados de la línea municipal, cargados con adornos y símbolos visibles propios del judaísmo. La sinagoga Bet El de la calle Piedras, se erige a manera de quiebre en el espacio profano de una ciudad.
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Imagen: Frente de la sinagoga Bet El. (Foto tomada de la página elsoldesantelmo.com.ar).
Material tomado de la revista sefaraires.com

"Seguiré contando hasta el fin"

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(De Haydée Breslav)

Lubrano Zas fue el último representante del Grupo de Boedo y, según definió el poeta Roberto Díaz, hizo del cuento breve y de Buenos Aires una simbiosis perfecta.
Muchos creían que su segundo apellido era el primero, y que éste era un nombre: no sólo firmaba con ellos libros y artículos “para ser más conciso”, decía, sino también escritos dirigidos a personas cercanas y muy queridas. Pero Fernando Lubrano y Mercedes Zas habían decidido que su segundo hijo varón se llamara Máximo José. Nació en Rosario, Santa Fe, el 20 de mayo de 1913.
Empezó a publicar en semanarios de esa ciudad, pero la circunstancia económica era muy difícil y poco antes de cumplir 30 años Lubrano se trasladó a Buenos Aires en busca de mejores oportunidades. Consiguió empleo en un estudio jurídico donde, como no tenía dinero para comprar una máquina, se quedaba después de hora para escribir sus cuentos. Así plasmó esa situación en “El discurso”: “[…] golpeaba la Underwood ocho horas diarias, maldiciendo a cada rato esa labor improductiva y oscura de amontonar palabras. Sin embargo, a deshora, cuando quedaba solo y aprovechaba la misma máquina para escribir sus cuentos, un mundo alucinante, hecho a la medida de su corazón, surgía de aquella simple mesa de trabajo”.
Estando todavía en Rosario, había empezado a cartearse con Álvaro Yunque y Elías Castelnuovo, y en Buenos Aires se contactó directamente con ellos, quienes a su vez le presentaron a otros escritores, como Leónidas Barletta y Roberto Mariani; así se fue relacionando con el mítico Grupo de Boedo, del que llegó a ser su más calificado defensor, según lo designó Castelnuovo.
En 1954, su cuento Mi casa está lejos obtuvo mención de honor en el concurso organizado por la revista Esto es, y su obra empezó a conocerse en los ámbitos intelectuales. A fines de esa década fundó, junto con otros escritores, el grupo El Matadero. Una de las revistas más importantes de los 60, Hoy en la Cultura, lo tuvo entre sus colaboradores permanentes. También integró el grupo Gente de Buenos Aires, que orientaban el poeta Roberto Santoro y el pintor Pedro Gaeta, y participó en la revista El escarabajo de oro.
Su primer libro personal –antes había aparecido en una compilación– fue Mi casa está lejos: se publicó en 1962 y obtuvo la Faja de Honor de la Sociedad Argentinade Escritores y el Premio del Consejo del Escritor. En este volumen, y en los que dedicó después a la narrativa, se vale de un lenguaje nítido, enriquecido con matices poéticos, para expresar el sentimiento de la miseria de la época y el sueño nostálgico de los humillados. Si bien no intenta redimirlos, su palabra doliente irradia la sabiduría de la comprensión.
En entrevista con Trascartón contó: “Yo empecé a escribir por la soledad, y todos mis libros son autobiográficos. Una de las pruebas es que no escribo en tercera persona: la influencia de las circunstancias era tanta que me obligaba en cierta forma a escribir sobre ‘yo’, y entonces decidí hacerlo en primera persona. La palabra ‘decidí’ está mal expresada, nació casi espontáneamente”.
En Seguiré contando hasta el fin, hermoso título de 1965, se afianzan los peculiares rasgos de su escritura, que utiliza el sufrimiento por desdichas propias y ajenas como sonda para explorar lo más recóndito del alma humana. La fluidez del raconto y el murmullo del monólogo interior producen un clima en el que su mirada compasiva se concentra en los niños y en los pobres.
La gente hace bien en no creerme es de 1973. En algunos de sus mejores cuentos, como “Nocturno”, “Una mujer y un hombre” y ”El desalojo”, abandona la primera persona y a partir de acontecimientos observados o referidos construye elaboradas tramas donde el suceso inicial pierde linealidad y pasa a formar parte de un universo complejo y desgarrador. La tapa y las ilustraciones interiores fueron realizadas por Pedro Gaeta, sobre quien Lubrano escribió un notable ensayo.
En 1984 apareció Moriré en otoño, que contiene los que son, a nuestro juicio, dos de sus mejores cuentos: “El hombre flaco” y “Payaso”. La eliminación de digresiones, el ritmo creado por la acción precipitada de uno y el obsesivo monólogo interior de otro, la intensidad obtenida mostrando a los protagonistas en situaciones de extrema tensión, remiten a los mejores ejemplos del género.
A 1990 pertenece “Tierna desventura del grito”, últimas páginas que muestran a un hombre triste estremecido por la soledad, que indaga en la infancia y sosiega la angustia elaborando la obra liberadora.
Lector infatigable, lo apasionaban los grandes narradores, desde Maupassant hasta Bradbury; en más de una ocasión manifestó su admiración por la prosa incisiva de Sherwood Anderson, Hemingway y Salinger, cuya influencia sobre la cuentística de Lubrano han querido advertir algunos críticos; otros encontraron que guarda cierta relación con la torturada incertidumbre de Kafka. Y seguramente no es casual que sea Dickens el autor del libro que obsesiona al protagonista de La gente hace bien en no creerme.
Sus ensayos, consagrados la mayoría a rescatar la vida y obra de poetas y narradores de Boedo, llenaron varios volúmenes, sin contar los trabajos desperdigados por distintas publicaciones; también escribió poemas que reunió en un libro aparecido en 1985.
Además de las nombradas, recibió distinciones que omitía mencionar porque, como decía, estaba alejado de la vanidad. Su fecunda trayectoria no lo salvó de la falta de reconocimiento ni de la pobreza pero, generoso en medio de ésta, y del mismo modo que su amigo Raúl González Tuñón, alentó y ayudó a todos los que se le acercaban en busca de orientación y apoyo, especialmente a los jóvenes.
Después de la muerte de su compañera, ocurrida en 1993, se volvió más retraído y silencioso. Sin protestar ni quejarse, comenzó a desasirse lenta y suavemente de la vida, si bien nunca abandonó sus libros favoritos, a cuya relectura consagraba largas horas, ni interrumpió la elaboración y corrección de los cuentos que pensaba reunir en el volumen La lluvia, que quedó inédito.
Tampoco desatendió el cuidado de su casa ni su arreglo personal: se lo veía siempre impecablemente vestido. Pero llegó un momento en que dejó de alimentarse bien, y poco a poco se fue debilitando hasta el día en que, hospitalizado, ya no quiso escuchar su amada música de Mahler.
Escribió Roberto Díaz: “Lubrano Zas urdió su vida a la medida de sus sueños. Fue pobre hasta el final de sus días, pero esta pobreza material no le impidió crear un universo rico en matices, en veladas alusiones que plasman el drama de la existencia humana: su enigmática levedad y su contradictoria esencia”.
Falleció en Buenos Aires el 8 de diciembre de 1999.
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Imagen: Lubrano Zas.
Material tomado del periódico “Trascartón”.

De cuando José Martí era San Ramón

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(De Ángel O. Prignano)

Vestigios de la antigua nomenclatura de las calles de Buenos Aires fueron descubiertos en el barrio de Flores. Se trata de una inscripción que identificaba a la calle San Ramón, denominación anterior de José Martí.
 En la esquina de Juan Bautista Alberdi y José Martí, pleno barrio de Flores, existe un comercio con nombre de mujer. Tiene su entrada por Alberdi y funciona en una vieja casona familiar construida durante la segunda década del siglo pasado. Toda su fachada está pintada de color bordó y conserva en perfecto estado la estructura de viejos balcones sin barandas sostenidos por ménsulas finamente decoradas, como prevención de la futura construcción de una planta alta que nunca llegó a concretarse.
En el muro que da a la calle José Martí se observa una sencilla moldura debajo de la cual corre un delgado tubo de vidrio que, en las noches, arde con una discreta luz de neón. Por encima de esa moldura se lucía hasta hace muy poco una de las tantas placas de chapa enlozada que identifican las arterias de Buenos Aires, esos carteles rectangulares de fondo azul y letras blancas muy comunes en toda la ciudad, en este caso con el nombre de la calle aludida más arriba.
A través de Inés González, una vecina curiosa y preocupada por las cosas del barrio, nos enteramos que allí pasaba algo raro con tal nomenclatura. Su comentario fue que el nombre de esa calle no correspondía al actual. Nuestra curiosidad hizo que nos acercáramos rápidamente al lugar y ver qué pasaba, cargando preventivamente una cámara fotográfica para registrar cualquier hecho anómalo. Pero lo que descubrimos superó ampliamente cualquier anomalía; más aún, al comprobar tal irregularidad agradecimos que se haya producido. Todo porque se trataba, nada más ni nada menos, de un hallazgo arqueológico. ¿Cómo es esto?
No sabemos si por las inclemencias del tiempo, alguna mano atrevida o simplemente la ley de gravedad, la chapa que identificaba la calle José Martí se desprendió dejando a la vista la denominación anterior: Calle San Ramón. En realidad sólo se alcanza a leer LE SAN RAMON, así escrito sobre una placa de argamasa empotrada en la pared. Evidentemente, tal inscripción se conservó protegida por la chapa enlozada, que es de tamaño inferior al de los antiguos carteles de calles de Buenos Aires y no alcanzó a resguardarla en toda su superficie. De ahí que debería encararse su recuperación total para que pueda visualizarse en su dimensión verdadera. Tarea para los restauradores.
Ahora bien. ¿Cuántos años tiene la placa? Según nuestras investigaciones, este sector del barrio formaba parte de una extensa chacra perteneciente a Norberto de Quirno y Echeandía desde 1808. La propiedad luego fue fraccionada en varias quintas, una de las cuales fue adquirida por Vicente Celestino Silveira en 1847. Esta cuadra de San Ramón se abrió en 1905 como continuación de la que ya se encontraba habilitada al tránsito público desde la avenida Rivadavia, donde se inicia. Ello para permitir el remate en lotes para vivienda. Los primeros fueron vendidos en 1907(ver: De la chacra al barrio).
El nombre San Ramón le fue impuesto por la antigua Municipalidad de San José de Flores, antes de que el territorio fuera incorporado a la Capital Federal para su ensanche y configuración actual, trámite que se concretó en 1887. La calle cambió de denominación el 24 de octubre de 1919, fecha en que la autoridad municipal porteña dispuso homenajear a José Martí, poeta y patriota cubano que luchó y dio su vida por la independencia de su país.
De todo ello surge que la vieja inscripción data de entre 1907 y 1919, es decir que muy probablemente supere los cien años. Tal vez se constituya en el único vestigio de la nomenclatura callejera antigua de la ciudad de Buenos Aires, aunque no debe descartarse que debajo de cualquier otra chapa enlozada pueda hallarse un nuevo testimonio.
En todo caso, tal patrimonio material descubierto en Flores debe ser protegido, señalizado y difundido. Debe ser protegido para que no se pierda un jalón importante del pasado del barrio y de la ciudad, señalizado para que se arraigue en la población su significación histórica, y difundido para que se conozca y aprecie su dimensión testimonial entre los docentes, estudiantes, turistas y vecinos en general. El Museo de la Ciudad, la Dirección Generalde Patrimonio e Instituto Histórico, o directamente el Ministerio de Cultura del Gobierno porteño deben hacerse cargo y poner manos a la obra.

DE LA CHACRA AL BARRIO
Grandes superficies de la zona sur del barrio de Flores formaban parte de un minifundio situado entre las inmediaciones del cementerio hasta la avenida Álvarez Jonte. Le pertenecía a Norberto de Quirno y Echeandía, quien la compró el 13 de mayo de 1808. A partir de entonces fue conocida como Chacra de Quirno.
Este inmigrante vasco-francés introdujo notables mejoras en su propiedad e instaló un importante tambo para dedicarse a la producción lechera. Así, en 1823 inauguró el primer local destinado al expendio de leche al por mayor y al menudeo que funcionó en Buenos Aires. Se ubicaba en Hipólito Yrigoyen, entre Bernardo de Irigoyen y Tacuarí.
Con el tiempo, la chacra de su propiedad fue dividida en varias quintas, una de las cuales fue adquirida en 1847 por Vicente Celestino Silveira en sociedad con otro que enseguida le vendió su parte. La quinta de Silveira –así fue conocida por muchos años– tenía forma poligonal y estaba delimitada por las actuales Juan B. Alberdi, Mariano Acosta, Balbastro, Lafuente, Francisco Bilbao, Varela y el pasaje Italia.
Silveira falleció en 1880 y lo heredaron sus seis hijos, uno de los cuales, de nombre Máximo, se quedó con la fracción en la que se construiría la casa donde se ha hallado la inscripción con el nombre antiguo de la calle José Martí. Más adelante, en 1905, esta tierra fue adquirida por Pedro Dominioni y Antonio M. Borzone, quienes muy pronto abrieron calles, amojonaron once manzanas y parte de otra, y procedieron al remate de lotes de diez varas (8,66 m) de frente por variadas medidas de fondo.
Es así como la zona comenzó a poblarse con vecinos de buen nivel económico que hicieron construir viviendas de excelente calidad, entre ellas la ubicada en la esquina de Juan B. Alberdi y José Martí, que con el paso del tiempo dejó de ser una casa familiar para convertirse en un espacio comercial que milagrosamente conserva huellas de la antigua nomenclatura porteña.
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Imagen: Antiguo nomenclador urbano de la ciudad de Buenos Aires en el barrio de Flores.

Nota y fotografía tomadas del periódico “Desde Boedo”, Nº 150, enero de 2015.

Los taitas rockeros

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 (De Hugo Salerno)


 Los taitas rockeros se movían en la esquina

flameaban al viento sus lengues de color
pintaron flores en el buzón
y algunas sembraron
entre adoquín y adoquín.

Los taitas rockeros
adornaron su guitarra con una mariposa
como sacada de la etiqueta de la grapa
y vendieron sus cuchillos
en la plaza San Martín.
Gardel, Spinetta,
Bob Dylan y Villoldo.
Armónica y guitarra,
con bajo y bandoneón.

Los taitas rockeros chamuyan su lunfardo
honda no es gomera
y pucho un faso entero.
El loco es piola
pero el chabón que está de la nuca
va derechito al loquero.

Los nuevos malevos hoy se llaman: «metal»
ya no corre sangre cuando la cortás
y en el pasaje del arrabal
el puesto de la feria
vende fruta artesanal.

Los taitas rockeros
no dejaron de ser guapos
sentí hablar de uno
que mató mil.

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Imagen:  El poeta Hugo Salerno

"El Nacional"

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(De Marcos Silber)

¡Ya somos grandes, Rulo! Por algo venimos a esta milonga. Mirá el paisaje: todos veteranos. Y ellas… mejor no hablar. Todas abuelas. Arregladitas, pintadas como indias guerreras. Bueno, es lo que hay. ¡Ya somos grandes, Rulo! Aquí me siento bien; hasta me veo más joven. ¿Me preguntaste qué pasa conmigo? Ya sabés: soy un analfabeto tecnológico, un discapacitado. No concuerdo con esos artefactos. Computadoras, celulares. Llegaron para humillarme. Y no puedo con  ellos. La historia que estoy viviendo lo confirma. Vos sos testigo, Rulo. La viste. Una verdadera reina azteca la mexicanita. Cuando apareció sentí que se corrió el telón del cielo. Y vino a sentarse justo frente a mí. Justo. Acusé como una turbulencia, un tornado que me tomaba y… No sé. Diosa de esa noche, lo eclipsó todo. La luz la eligió para estallarse. La belleza se convocó para ostentarse; espléndida ella. Turista la mexicanita. De Chiapas. Frente a mí.
Nos preguntamos.¿Cómo te llamás? Alejandra. ¿Cómo te llamas? Marcos, soy el comandante Marcos. Y reímos. Su boca, un desafío de rosa ardiente en la estepa de la noche.
Los ojos, bueno, con brillo de misterio; de insoportable atracción. Y me dije -yo-: Amor a primera vista me dije -para mí, me dije- por el sacudón, el estallido. Y me dije: ¡qué vulgar!.. Pero juro que fue así; repentino, estremecedor. Y sentí que algo tan extraño como bello comenzaba a crecerme; mágico, de ensueño. La mexicanita llegaba a mí por mandato de Dios, del que siempre descreí y que se proponía obligarme al arrepentimiento…¡Una aparición, Rulo! Un fantasma de maravilla que me mordía dulcemente el corazón.
Un hechizo que se propuso atormentarme el corazón. No sé. Tenías que ver. Nos tomamos las manos y un océano de fuego me anegó. Me dije: este arrebato, esta colisión es amor. A primera vista, segunda y todas las vistas habidas y por haber. ¡Aluvional, Rulo, aluvional! Ella no adivinó por qué yo sonreí cuando, sin palabra de ser oída me dije: me la llevo, la encadeno y tiro las llaves. La mandó el diablo. Sí, nada puede provocar tamaño descalabro en mis sentidos; nada descargar tanto  vendaval. Te cuento. La invité a bailar; bueno, a lo que puedo, lo mío es un tanto pobrecito, nunca voy a lograr diploma de milonguero. Dios sabe qué le dije al oído. Se sonrojó. Se estremeció, la sentí. Tembló como un recién nacido en la intemperie. Entonces descubrí el poder erótico y seductor de la palabra. Me dije -para mí-: las palabras, algunas palabras pueden derrotar la habilidad tanguera del mejor.¡Así fue, Rulo! Así. Cuando regresamos a la mesa todo había desaparecido, esfumado. Nada más quedó. Nada, tampoco de “El Nacional”. Solo, los dos. En una realidad de un mundo que partió hacia la nada y otro que nacía para contenernos. A nosotros, los dos. Entonces sucedió, como te decía, que la tecnología, ese aparataje miserable de la comunicación aterrizó en la tierra para frustrarme, para recordarme que soy un perdedor. Sonó su celular. ¿Para qué si no para quebrar el encanto? ¿Fue demasiado espejismo? ¿Una enormidad, la ilusión? ¿Mucho para mi humanidad?
Maldita tecnología. Mi ruina. Sonó su celular y la cara suya se salió de la escena. Se mudó hacia la inquietud. Inoportuna, cruel, perversa la llamada. Se levantó como arrancada por una invisible y maligna fuerza. ¡Brutal desgarro. Rulo! Se alejó como rayo, dolida. La condenada llamada, mi enemiga, la raptó. Debo irme, no dejes de llamarme, me decía. Despojado, arrebatado me sentí. El cuadro de los dos, quitado de la luz, mudado por una nada crepuscular. Antes, me había dado su número de celular. No sé dónde está residiendo. La única posibilidad de dar con ella, llamarla.
Y no me da. ¿Por qué? Descubrí, maldito aparato, que son diez los dígitos y  yo apunté nueve. El que me falta tiene la cara del diablo, de la maldad. Aquí me tenés ahora, Rulo, en el lugar, el templo que nos cobijaba a los dos. ¿Qué hacer ahora, huérfano de ella? Sabés, no voy a salir de aquí, donde resucité, y me sentí renacido y pleno. No sé, esos temblores, esos redobles en el pecho, de asombro y dicha, no sé. No me salgo de aquí. Ella espera mi llamada imposible. ¿Sabés? Hubo un poeta, un tal Dylan Thomas, que
-desesperado-  se tomó dieciocho whiskys seguidos hasta que se le ahogó el corazón. Y se murió. Yo no me salgo, Rulo: pedime el primero.
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Imagen: “Tango”, dibujo de Juan Manuel Sánchez.

Acerca de tontos y chitrulos

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(De Luis Alposta)

Tolondro, que significa bulto o chichón como resultado de un golpe, quiere decir, también, aturdido, desatinado, que no tiene cuidado en lo que hace, que procede sin reflexión. De tolondro derivan atolondrado y la voz popular tololo, con el significado de tonto. Y tonto, designa al mentecato, al falto o escaso de entendimiento o razón. El que, si además es alocado, pasará a ser un tontiloco, o, en caso de ser vanidoso, un tontivano.
Tarúpido, por contracción de tarado y estúpido, como sinónimo de tonto, es un término que fue difundido por Niní Marshall en la década del cincuenta.
En cambio, la palabra opa (del quechua upa, bobo, sordo), y voces como chichipío, pastenaca, chabón, boncha, chaucha, chauchón, chauchonazo, gil, gilastro, gilimursi, fesa, otario y paparulo, hablan más del pánfilo, del lenteja y del cándido, que del tonto a secas.
Chitrulo, que también quiere decir tonto, bobo, iluso, es un término que, con igual significado, lo heredamos del italiano.
El aumentativo de tonto, tontón, se ve superado si a la palabra tonto se le antepone un adverbio de cantidad. Es cuando decimos que alguien es medio tonto o medio turulo, queriendo dar a entender así que es tonto del todo.
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Ilustración: Tapa de la partitura del tango Otario, que andás penando!… de Alberto Vacarezza y Enrique Delfino.

Buenos Aires

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(De Juan Carlos Escalante)

buenos aires
sos el miedo metafísico
que me da ese pájaro lento
atravesando la tarde hacia la noche
mendigo silencioso hacia el luto reciente
buenos aires
consecuencia
literatura difícil
abismo
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Fotografía de Jorge Luis Campos.

La "Hesperidina", ese invento argentino

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(De Silvia Long-Ohni)

Grande fue mi sorpresa cuando, no hace muchos días, de compras en un súper, me topé con una botella de "Hesperidina", el típico e inolvidable barrilito, pues había supuesto, erróneamente, que ya se trataba de un producto perteneciente al campo de la arqueología.
Pero otro asunto, al menos, sorprende. No hace falta poner demasiada imaginación para darse cuenta de que entre la "Hesperidina" y la "Coca-Cola" existen similitudes en cuanto al inicial propósito salutífero, más allá de que la primera contenga alcohol y la otra, no. Lo que sí, acaso, asombra, debido, tal vez, a cierta idea no exenta de prejuicio, de que las novedades, los grandes inventos, tienen que venir de Norte América. Sin duda, esto es cierto en muchos casos, pero no en el de la "Hesperidina":
dos jóvenes emprendedores, en distintas latitudes, aunque ambos norteamericanos, buscaban una suerte de “tónico salvador” para todos los males. John Pemberton inventó la "Coca-Cola", y ya se han encargado los estadounidenses de contar su historia, pero Melville Sewell Bagley creó la "Hesperidina"Bagley 20 años antes, en nuestras tierras.
Bagley, nacido el 10 de julio de 1838, en Maine, Estados Unidos de Norteamérica, Boston, llegó a la Argentina a la edad de 24 años, en principio, como representante de una editorial, pero muy pronto comenzó a trabajar como ayudante en la farmacia “La Estrella”, de A. Demarchi y Hnos., que aún subsiste en la porteñísima esquina de Defensa y Alsina y allí, entre alambiques, fórmulas ingeniosas, destilaciones y tubos de ensayo logró hacer realidad su mágica bebida.
Quilmeño por adopción, pues se había instalado con su familia en una vieja quinta en Bernal, en Dorrego y Zapiola que, dicho sea de paso, aún se mantiene en pie,  en cuyos fondos contaba con una buena cantidad de árboles de naranjas amargas que crecían como arbustos. Si bien en los comienzos de su emprendimiento experimentó con diferentes fórmulas, terminó centrándose en el uso de la corteza de las naranjas amargas y así crea una bebida de la que, pronto, hablará todo Buenos Aires.
Es cierto que no se sabe si el joven inventor tenía conciencia de lo que estaba creando o si le salió por casualidad, pero es casi seguro que no sólo tenía ciertos conocimientos de química y preparados y que sabía, no sólo de la existencia de los flavonoides en la corteza de las naranjas amargas, sustancia que tiene múltiples propiedades medicinales, sino que conocía el hecho de que en España ya se utilizaban las cáscaras de diversos cítricos como antídotos, digestivos, antiinflamatorios y reactivantes de la circulación sanguínea.
Desde los 90 del siglo XIX, se sabe que los flavonoides producen efectos antioxidantes altamente beneficiosos para las funciones digestiva y circulatoria pero que, además, son terapéuticamente muy eficientes para las úlceras varicosas, la hipertensión, la reducción del colesterol, la artritis reumatoidea y otras afecciones. En la actualidad, investigadores de la UBA descubrieron que el flavonoide de la "Hesperidina" tiene propiedades sedativas y analgésicas.
En la actualidad se conoce todavía más acerca de las propiedades de los bioflavonoides, de los que se han identificado más de 6.000 en diferentes plantas, y se ha demostrado que colaboran en disminuir la incidencia del cáncer y de las alteraciones inmunológicas.
Desde luego, en su tiempo, Bagley no tenía ni la menor idea de todas estas novedades, pero lo cierto es que su invento revolucionó, por aquel entonces, al mercado de bebidas acaso sólo ocupado por las aguardientes como la grapa y la ginebra. Pero aun en su desconocimiento de todo lo que actualmente se sabe. Melville supo, desde el inicio, que su bebida iba a dar muy buenos resultados.
Al vislumbrar el potencial comercial de su bebida, Bagley se dedicó a planear una campaña publicitaria muy original para su tiempo. En 1864 Buenos Aires contaba con 140.000 habitantes. Una mañana de octubre, los porteños comenzaron a ver las calles pintadas con enormes letreros con la palabra “Hesperidina”. Desde luego, y durante los dos meses siguientes, el misterioso nombre continuó apareciendo por todas partes sin que nadie pudiera descifrar su significado, de modo que la curiosidad invadió a los habitantes y, por cierto, múltiples fueron las versiones que crecieron. Hasta que el 24 de diciembre de ese año 1864, víspera de Navidad, un aviso en el diario “La Tribuna” develó la incógnita anunciando, además, los locales en los que se podía adquirir la novedosa bebida. Ni qué decir que el público se abalanzó sobre los negocios y pudo comprobar que el mejor y más original de los aperitivos había nacido en la Argentina.
Es fácil comprender que tanto la campaña publicitaria como el lanzamiento resultaron ser todo un suceso en Buenos Aires y que rápidamente la bebida, que según el aviso del periódico era “Una bebida curativa […] que protege al estómago de las úlceras y es un antialérgico que se utiliza para el tratamiento de la fiebre del heno”, amén de notificar que ya estaba en venta en cafés, bares, boticas y droguerías, se puso de moda, no sólo entre los hombres tanto del campo como de la ciudad sino también entre las mujeres que, en aquel tiempo, no bebían en público ninguna bebida alcohólica, pero como el nuevo tónico de Bagley era de muy baja graduación y, además de medicinal, con un sabor suave y algo dulce, no se veía imprudente que las féminas lo consumieran.
Realmente, la "Hesperidina" llegó a todas partes y así lo atestigua Pedro Luis Barcia, que fue presidente de la Academia Argentina de Letras: “Quien no conoce los hábitos del gauchaje, piensa que tomaban vino tinto recio. Nada de eso: bebían ginebra, caña y "Hesperidina", como puede apreciarse en los inventarios de boliches”
En fin, que el invento tuvo tanto éxito que  Bagley, que ya había extendido la plantación de naranjos en su casa, tuvo que requerir los frutos de las localidades vecinas como Florencio Varela y Adrogué, cuyas calles estaban ornadas de naranjos amargos. Pero el éxito extralimitó incluso las fronteras de nuestro país, pues la "Hesperidina" también se hizo presente en la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), más precisamente en las tiendas de campaña para revitalizar a los heridos y para subsanar los problemas estomacales ocasionados, principalmente, por la poca potabilidad del agua y, no mucho después, de las tiendas de campaña llegó al campo de batalla.
Lo concreto es que a dos años de su lanzamiento, la "Hesperidina" ya había generado a su alrededor toda una mística sobre sus virtudes curativas pero, como es lógico, también se había acarreado numerosos intentos de imitación. En un comienzo, Bagley, que ya había demostrado sus dotes de publicista, salió a defenderse mediante curiosos volantes que, repartidos por las calles, alertaban al consumidor con el siguiente texto: “A elegir sólo las botellas que tengan los rótulos con mi nombre y firma al pie, que sean vendidos por los respetables depositarios de mi "Hesperidina" anunciados por los diarios, que su precio no sea inferior a 300 pesos la docena o 30 pesos la botella, debiendo desconfiarse de todo artículo que se ofrezca a precio menor, y que no procedan de venta en público porque mi "Hesperidina" nunca se ha vendido ni se venderá en remates”
Si bien ya por aquel entonces las tan exclusivas y originales botellas con forma de barrilito fabricadas por Cristalerías Rigolleau eran muy características y era todo un reto para los obreros sopladores del vidrio su confección, porque eran ralladas y llevaba, además, el nombre en relieve, no faltaron los falsificadores que se atrevieron al desafío, lo cual llevó a Bagley, en un afán de ajustar el control “antipiratería”,  a encargar la impresión de etiquetas a la Bank Note Company de New York, la misma imprenta que hacía los dólares estadounidenses.
Más allá de esta medida, Melville ya había convencido al entonces presidente de la Nación, Nicolás Avellaneda, de la necesidad de crear un Registro de Marcas y Patentes, pedido que se consumó en 1876  y que llevó a "Hesperidina", como reconocimiento, a obtener, el 27 de octubre de ese año, el honor de figurar con la Marca Registrada Número Uno, siendo la primera patente nacional.
Este joven emprendedor no dejaría nada librado al azar, nada, tampoco el nombre de su invento. ¿"Hesperidina", por qué? Parece cierto que para el caso Melville se haya inspirado en el mito de El Jardín de las Hespérides. Según la mitología, cuando los griegos navegaban por el Mediterráneo, cerca de la costa de Valencia, unas islas, posiblemente las Canarias, en las que resplandecía un fulgor dorado procedente de las naranjas que, en medio del follaje verde, parecían frutos de oro y supusieron que en esas islas se encontraba el tal Jardín de las Hespérides, las ninfas que custodiaban ese tesoro y, acorde con el mito griego, tales frutos dorados serían las naranjas que sólo Hércules pudo llevar al continente europeo.
Sin duda, la "Hesperidina" es todo un icono cultural y también sinónimo de argentinidad. Por lo pronto, aparece en tres cuentos de Julio Cortázar: “Casa tomada”, “Tía en apuros” y “Circe”, así como en la obra de Juan Carlos Casas, “Fraile Muerto” y en el cuento “Perdido”, de Haroldo Conti.
Fue bebida favorita del viejo Mitre, en “La Helvética” y hasta, mucho después, del “Polaco”, en la barra del bar “La Sirena” en el barrio de Saavedra. Incluso existe un tango de nombre “Hesperidina. Tango de Moda” compuesto por Juan Nirvassed en el año 1915 y ganador del premio al mejor tango de la Sociedad Sportiva Argentina, entre otros reconocimientos. "Hesperidina" también apareció en varios almanaques del recordado y célebre Florencio Molina Campos.  Por otra parte el gran explorador Francisco Pascasio Moreno, más conocido como Perito Moreno, llevaba siempre "Hesperidina" en sus largas y crudas excursiones como fiel compañera para atenuar la rudeza del clima.
"Hesperidina", "Birome" y "Maizena" forman el trío de las marcas argentinas más antiguas y reconocidas. A pesar de sus diferentes etiquetas la "Hesperidina" y contra lo que pensaba mi ignorancia original, sigue hoy más vigente que nunca, incluso para el gusto de los más jóvenes que la consumen como trago largo, mezclada con agua tónica, con pomelo, con jugo de naranja, con vodka, con cointreau  o bien, "Hesperidina-Campari", siempre
acompañada de una rodaja de limón, como aconseja la etiqueta, pero si uno pide una "Hesperidina" en cualquier bar de Buenos Aires o de Rosario, se la traen con un sifón de soda, y listo.
Muchos otros emprendimientos salieron de la mano de Melville Bagley, desde luego, las tan famosas galletitas argentinas, ya que por aquel entonces estos dulces venían importados del Reino Unido, que nacieron en su primera planta de la calle Maipú y se consolidaron en el emblemático edificio de Geneal Hornos 256. Pero, además de casarse con Juana Hamilton, inglesa, y ser padre de ocho hijos, fue uno de  los primeros que se preocupó por el trasporte en la zona sur, inaugurando el tranvía a caballo, en 1873, en Quilmes.
Melville Sewell Bagley murió muy joven, a la edad de 42 años, el 14 de julio de 1880, a causa del tifus. Está enterrado en el Cementerio Británico de la Ciudad de Buenos Aires. Lo increíble de esta historia es que Bagley pudo consumar todos sus logros en sólo 18 años de trabajo, en tanto que sus productos lo sobrevivieron por más de 120 años y su nombre, como el de "Hesperidina", siguen siendo hoy emblemas de la Argentina.
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Ilustración: Etiqueta de “Hesperidina”. 

El destino de Villa Roccatagliata

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(De. Jorge Luchetti)

 Se reanudó la construcción del moderno complejo edilicio llamado Palacio Roccatagliata. El viejo inmueble quedará abrazado a las nuevas torres proyectadas, de 13 y 27 pisos. Después de varias idas y vueltas, y a pesar de la ferviente oposición de los vecinos, la Justicia le puso fin al amparo que protegía a la casona.
En los albores del siglo XX, en derredor a la Estación Coghlan, se podían apreciar numerosas huertas y quintas. El barrio como tal aún no había sido institucionalizado y sólo era conocido por su estación ferroviaria. De todas formas, fue por aquella época, más precisamente en el año 1900, cuando el empresario Juan Roccatagliata -dueño de la legendaria Confitería del Molino- decidió construir una quinta en la esquina de la actual avenida Ricardo Balbín y la calle Roosevelt.
En sus comienzos la idea fue usar la casona para los fines de semana, pero con el transcurso de los años terminó siendo de uso permanente. La obra fue tan singular que siempre llamó la atención de vecinos y visitantes, transformándose en un hito urbano para los coghlenses. La villa tiene un valor patrimonial muy significativo para la gente del barrio, tanto por su atractivo arquitectónico como por su larga y atrapante historia. Hoy, a más de 100 años de su construcción, se intenta rescatar al viejo edificio del abandono y la desidia que lo afectó durante décadas
El inmueble es un ejemplo tardío de la construcción italianizante que nació en la segunda mitad del siglo XIX en la Argentina y que se desarrolló en forma masiva en nuestras pampas. El modelo estilístico del edificio también es conocido como renacimiento italiano y fue tomado de las villas renacentistas y manieristas del Quattrocento y Cinquecento, basándose principalmente en las villas palladianas.
Actualmente, la Villa Roccatagliata, junto con la Villa Vicentina (que tiene el mismo estilo pero fue transformada en una escuela técnica), son las dos únicas construcciones de esta tipología que permanecen estoicas ante el paso del tiempo. La fachada principal del edificio ubicado en Coghlan está formada por la típica galería a la cual se accede a través de una amplia escalinata, envuelta a cada lado por barandas con balaustres. Este pórtico, con forma de recova, se apoya en columnas de distinto tipo. La construcción ocupa unos 360 metros cuadradosde superficie y está implantado en un terreno de 3.500 metros cuadrados. El sector sobre el que no se construyó funcionaba como el jardín de la villa y hoy en día es un importante espacio verde para el barrio.
La nueva propuesta edilicia tiene como idea restaurar la vieja casona y construir alrededor dos grandes torres que de alguna manera la envolverán. Esta forma de abordar la recuperación del espacio es el tema de la discordia entre los vecinos y los emprendedores.

DETALLES DEL PROYECTO
Hace ya un tiempo un grupo importante de inversores comenzó un mega proyecto inmobiliario que incluía la puesta en valor del edificio Roccatagliata. En el lugar se erigirán dos importantes torres de 13 y 27 pisos que rodearán la antigua residencia, lo que dará una superficie construida de un total de 45.000 metros cuadrados. La obra contará con 349 unidades, compuestas por estudios y locales de uno, dos, tres y cuatro habitaciones con y sin dependencia. En la propuesta se incluyen distintos servicios, espacios de recreación y tres grandes subsuelos destinados al estacionamiento. El proyecto está a cargo del Estudio Aisenson y KWZ, mientras que el desarrollo está en manos de la empresa Qualis Development. La comercialización la realiza Korn Propiedades. El emprendimiento contempla la realización de una torre de 26 pisos sobre Roosevelt, llamada “Sky View”. Estará destinada sólo a viviendas y quedará unida a la vieja casona: la idea es que la antigua construcción pase a ser una suerte de club house del complejo.
Por su parte, sobre la Av. Balbín un bloque de 12 pisos denominado “Sector Palace” estará reservado al uso heterogéneo de estudios y viviendas con unidades de 40 a75 metros cuadradosde superficie. Además contará con más de 2.500 metros cuadradosde amenities, el exclusivo sky club, spa, fitness center, un gimnasio, piscina descubierta climatizada, laundry, lavadero para autos y exclusividades como cava de vinos, juegos para niños, guardería infantil, tres salones de usos múltiples, resto bar, seguridad, control de acceso y otras novedades que distinguen al lugar.
Los proyectistas afirman que el desarrollo de este emprendimiento aspira a transformar un lugar que hasta hoy estaba abandonado y con futuro poco feliz en una armonización entre el pasado y el presente. Para ello se está trabajando en la puesta en valor del edificio. La finalización e inauguración del complejo está prevista para el año 2016. Si bien aseguran que todo el proceso fue aprobado de acuerdo con las leyes vigentes, la discusión sobre el espíritu de las intervenciones que afecta a obras que se encuentran catalogadas dentro de un mismo patrimonio porteño mantiene abierto el debate.

PATRIMONIO HISTÓRICO
Más allá de la clara idea de conservar en su totalidad al viejo edificio y el compromiso de la empresa de mantener el estilo lo más original posible, no caben dudas de que la gran parte del terreno será avasallado por las nuevas construcciones. Las principales críticas que surgen al ver la propuesta es la pérdida de la escala, además de la afectación del paisaje urbano. La torre más alta se ubicará sobre Roosevelt, que es la calle más angosta, lo que sin dudas proyectará grandes planos de sombra sobre la vereda opuesta.
Cuando nos referimos a conservación del patrimonio arquitectónico debemos saber que no sólo es cuestión de resguardar el edificio existente y darle una función decorosa, sino también mantener una relación armónica con su entorno, principalmente respetando las escalas existentes del lugar. En alguna oportunidad hemos hecho referencia a ejemplos de edificios reciclados que, a nuestro modo de entender, terminaron siendo verdaderos pastiches urbanos. Esto sucede con el Palacio Alzaga Unzué, fusionado al Four Seasons Hotel Buenos Aires, o con el Palacio Duhau, también anclado a otra famosa hostería internacional. En los dos casos las viejas casonas quedaron reducidas a maquetas.
A lo largo de su historia la villa ha pasado por distintos avatares, pero fue en estas últimas décadas cuando su destino se hizo más cierto. Por largo tiempo el fantasma de la demolición rondaba en el lugar. Recordemos también que en los años 90 el espacio de los jardines fue ocupado por una estación de servicio, que utilizó al viejo edificio como drugstore y baño. A pesar de las reformas hechas y de algunos agregados desafortunados, sumados a la falta de mantenimiento, la construcción nunca perdió su valor patrimonial de origen y conservó su estructura intacta. En 2009 la Villa Roccatagliata quedó incorporada en el catálogo preventivo por resolución, con nivel de protección cautelar: por lo tanto, no puede ser demolida.

POSICIONES CONTRAPUESTAS
“Creemos que la Villa Roccatagliataes el corazón de esta obra y el leitmotiv del proyecto. De ahí la importancia que le otorgamos preservándola y transformándola en el icono que es para el barrio”, detalla la arquitecta María Hojman, socia del Estudio Aisenson. Ahora bien, la preservación del patrimonio arquitectónico es mucho más que intentar rescatar una obra en forma aislada. La puesta en valor debe vislumbrar su relación y armonía con su entorno. Una buena refuncionalización debe hacer lo posible por conservar la memoria visual, emotiva y cultural de un lugar.
El desarrollo de este complejo ha despertado la polémica entre los vecinos del barrio, quienes temen que la histórica construcción quede afectada por el nuevo proyecto. Vale agregar que la forma de encarar la conservación patrimonial de la villa generó diferencias sustanciales entre proyectistas y la gente del barrio. En el caso de Roccatagliata, lo que más temen, probablemente, sea el impacto ambiental que pueda generar una obra de más de 43.000 metros cuadrados.
La construcción del mega proyecto estuvo suspendida por la Justiciadesde sus principios debido a que vecinos de la zona se opusieron. Ellos creen que perjudicará al barrio y presentaron un recurso de amparo. Ahora, un nuevo fallo terminó con todos los obstáculos que se les presentaron a los inversores.
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Fotografía: Frente de la Villa Roccatagliata.
Nota e ilustración tomadas del periódico barrial “El Barrio”.

"Marca" de garantía

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(De  Héctor Negro)

En el tango y la canción popular ciudadana han existido célebres binomios autorales (compositor y letrista) que han aportado un vasto e insuperable repertorio. Y se reconocen tan fácilmente por la perdurabilidad de sus obras, que sólo basta mencionar sus apellidos, omitiendo sus nombres completos. Tal es el caso de uno de los más fecundos y exitosos que nos han dejado un caudal de obras que siempre recordamos y regresan en las voces de los cantores y cantantes. Me refiero a Anselmo Aieta y Francisco García Jiménez, cuyos apellidos ya son una prestigiosa “marca” de garantía de buenas canciones.
Basta mencionar algunas de sus inolvidables creaciones: Palomita blanca, Alma en pena, Bajo Belgrano, Carnaval, Siga el corso, Suerte loca, Mariposita, Tus besos fueron míos… Pero quiero detenerme puntualmente en otros dos tangos que me suscitan algún comentario. El primero es Prisionero,que presenta un tema singular en el enfoque de un ex milonguero y “farrista”, que definitivamente ganado por su vida familiar les dice francamente a sus viejos amigos cuál es su elección: “Sigan de largo por mi puerta, / que ya no estoy alerta / ni espero a la barra…”. Decisión que confirma en versos posteriores (I Bis), con esta feliz afirmación: “Sigan, mis viejos camaradas, / sembrando carcajadas / camino adelante…/ Rían, conozco esa alegría / que pone al otro día, / más triste que antes…”. Un soplo de aire fresco ante tanto tema dedicado a la noche milonguera, al cabaret y sus personajes y otros de reminiscencias malevas.
Y el segundo que no puedo omitir es otra obra de este binomio, ésta sí poco feliz por su contenido (¡Viva la patria!), que no sé si por la confusión del momento en que fue creada (cercano al acontecimiento), exaltaba en sus versos, so pretexto de vivar a la patria, al golpe militar del 6 de setiembre de 1930, con la que hicieron “pisar el palito” al propio Carlos Gardel, que interpretó tantos temas de contenido social y libertario.
Pero, al fin de cuentas, esta excepción no desluce a la totalidad de una obra que supo llegar al corazón del pueblo, conmoverlo, perdurar y, sobre todo, aportar a nuestro cancionero belleza poética y musical, autenticidad y calidad indiscutible. Esa totalidad es la que nos legaron Aieta y García Jiménez.
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Imagen: Partitura del vals "Palomita blanca" de Francisco García Jiménez y Anselmo Aieta.

Buenos Aires que desaparece

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 (De Fernanda Ilgenfritz Silveira)

Hace cinco años vivo en Buenos Aires y ya me agarró la nostalgia porteña. Extraño una ciudad que todavía existe porque veo cómo la matan todos los días.
Creo que estaba en la avenida Corrientes cuando decidí venir a vivir acá. Era la primera vez que pisaba suelo porteño y me impresionó todo. Los teatros, las librerías, los cafés, la avenida más larga del mundo, la cantidad de gente en la calle, la arquitectura que resistía al tiempo. Fue la Buenos Aires de la furia la que me convenció de quedarme, pero no fue la que me hizo quedarme.
Buenos Aires tiene algo precioso y raro para una metrópoli, la vida de barrio, que en Brasil jamás había conocido. Aquí, por ahora, casi todos tenemos cerca un kiosco, una verdulería o un supermercado chino. Esto nos puede parecer insignificante, pero que nos hacen más fácil resolver las tareas cotidianas y nos deja tiempo libre para vivir. Por ahora, hay cafés en las esquinas y mesitas en las calles para cuando estamos cansados y queremos ver el tiempo y la gente pasar. Por ahora, Buenos Aires tiene escala humana y nos da el sencillo derecho de mirar al horizonte.
Yo vengo de Porto Alegre, una ciudad del sur de Brasil, donde eso no es posible. Los barrios son puramente residenciales, llenos de edificios sin personalidad como los que surgen todos los días en Palermo, Colegiales y Chacarita. No se ve el cielo y hay que subir muchos pisos para llegar a sentir el sol. En invierno las veredas son pura sombra y, aunque hubiera un café en la esquina, no te darían ganas de salir. En cualquier época del año, después de las ocho de la noche sólo ves gente en auto, porque para ir al chino, al kiosco, o a la verdulería tenés que viajar.
Se camina menos, no se conoce a los vecinos ni de verlos pasear al perro, hay más gente y menos interacción. No hablás con la dueña de la farmacia, porque no quedó una farmacia atendida por la dueña, vas en auto a Farmacity. Los edificios no dan espacio al pequeño comercio, suman en basura, ruido e inseguridad, complican la vida de la gente y matan la vida de barrio.
Pero en Porto Alegre, si nos queda un solo PH como los que acá tiran abajo todos los días, lo protegemos. Y lo hacemos porque conocemos la frialdad y la inutilidad de una ciudad llena de rascacielos.
Progresar no es demoler. Es en primer lugar valorar lo que se tiene, cuidarlo y cambiar lo que no sirve. Por ahí no todas esas casitas que desaparecen todos los días en Buenos Aires tienen valor arquitectónico, aunque sean mucho más lindas que las cajas de ahorro con ventanas que se construyen deliberadamente. Pero tienen un gran valor urbanístico, que tal vez sólo sea reconocido cuando ya no esté.
Lo que se demuele en Buenos Aires todos los días es precisamente su qué sé yo.
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Imagen: Torres en Puerto Madero.
Nota levantada del periódico “Página 12”.

El primer eléctrico

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(De Mario Bellocchio)

El primer tren eléctrico de Sudamérica circuló hace 99 años  entre Retiro y Tigre.
Allá por los comienzos de la primera tragedia mundial el vicepresidente de la Nación, Victorino de la Plaza, tendría que hacerse cargo de la presidencia (1) por la muerte de su titular Roque Saénz Peña. A más de las réplicas que el terremoto europeo nos transmitía, acá sucedían otros hechos de magnitud que el gobierno determinaba o en los que participaba en forma directa. Se creaba la Caja Nacional de Ahorro Postal, se sancionaban las leyes de Accidentes de Trabajo y de Casas Baratas para trabajadores (2), se implementaba la Ley Sáenz Peña de sufragio universal secreto y obligatorio y se producían dos inauguraciones rimbombantes: la de la actual estación Retiro Mitre y, un año después, la partida, desde esos andenes, del primer tren eléctrico de Sudamérica que unía esa estación con la de Tigre. A ambos cortes de cinta –parece ser una especialidad de don Victorino– asistía el presidente subrayando la importancia que se le otorgaba a las inauguraciones. La primera de ellas,  la de la estación, el 2 de agosto de 1915.
El Ferrocarril Central Argentino se había visto en la necesidad de contar con una nueva estación terminal tras el incendio, en 1897, de la antigua Estación Central, la que quedaba a pasos de la Casade Gobierno. En 1908, un grupo de profesionales británicos radicados en el país, encabezado por el ingeniero Reginald Reynolds, había presentado el proyecto que finalmente comenzó a construirse en 1909 en el solar de la avenida Maipú 1358 –hoy avenida Ramos Mejía y que se concluyó en 1914 inaugurándose oficialmente un año después. Fue una de las estaciones más grandes del mundo en el momento de su inauguración. Se trató de “un claro símbolo de la idea de progreso que sustentaba la generación del 80 y “la culminación del proyecto de tendido de los ferrocarriles, iniciado a mediados del siglo XIX, y cuya red, abierta entre las provincias y el puerto de Buenos Aires, permitió la distribución tanto de los inmigrantes cuanto de los productos agrícolo-ganaderos”.(3)
Casi exactamente un año después, el 24 de agosto de 1916, don Victorino se disponía a cortar la última cinta importante de su heredado mandato: la inauguración del eléctrico. Ya llevaba sobre su lomo las críticas que le deparó  su abierto desprecio a las celebraciones del centenario de la independencia –9 de julio de 1916– que los tucumanos atribuían a su “salteñidad”;  y la victoria de Hipólito Yrigoyen en las votaciones de abril en las que había duplicado los votos del Partido Autonomista Nacional. Léase: le quedaban escasos dos meses de vigencia presidencial para hacer historia. Así que aquel 24 de agosto de hace 99 años fue a la novísima estación Retiro a darle la señal de partida a los marrones vagones británicos de madera y a las instalaciones técnico-operativas que desde hace entonces –cinco años se venían preparando para semejante salto cualitativo del viaje suburbano, donde también se ponía en funcionamiento la provisión eléctrica, entonces ausente, entre las estaciones Canal San Fernando y Tigre “R”.
A todas estas circunstancias se agregaba el debut oficial del personal de conducción cuya preparación requirió un curso especializado en los talleres de la estación Victoria. El material rodante de origen británico (4) constaba de coches cuyas variantes abarcaban las distintas necesidades de circulación y acceso a los variados andenes del trayecto. Los había de tres puertas: una doble central y dos simples en los extremos. Y los de dos accesos dobles equidistantes de los extremos, cuya vida útil se extendió hasta su gradual renovación iniciada en la década de 1960 con su reemplazo por los vagones de origen japonés. Sin embargo para la madera original llegó el comienzo del recambio por chapa a partir de 1931 y las estructuras de tracción sufrieron distintas modificaciones con el correr de los años (5). No así los interiores que permanecieron invariables hasta el final de su servicio: asientos tapizados –la mayoría en cuero; los había de esterilla– y rebatibles para la primera clase distribuidos dos y dos a derecha e izquierda; y fijos, de espalda contra espalda, confeccionados con listones de madera lustrada para la segunda clase, tres de un lado del vagón y dos del contrario.
“La incorporación de los diferentes modelos fue progresiva, interrumpiéndose hacia 1917 a raíz de la 1ª Guerra Mundial lo que obligó a intercalar en las formaciones eléctricas coches remolcados ordinarios de los utilizados en los sectores no electrificados. Al normalizarse la entrega de vehículos en 1927 esta situación se revirtió y hasta que las obras de electrificación de las restantes líneas estuvo completa fueron los coches eléctricos los que se intercalaron en formaciones traccionadas por vapor.” (6)
Como si se tratase de una represalia de guerra, la llegada de “los japoneses” en la década de 1960 precipitó la retirada de “los ingleses” supérstites de madera. Algunos pasaron a servir como vehículos remolcados para servicio local en el San Martín o uso departamental en varias líneas. Uno, metamorfosis mediante, equipado con comandos de locomotora GAIA, inauguró el sistema push-pull en el F.C.Gral. Roca el 22 de septiembre de 1971. Otro, identificado como S.I.E.8, fue afectado al servicio interno de maniobras en los talleres Victoria. Los metálicos, por su parte, con calafateos estructurales y de color realizado en talleres locales, siguieron corriendo hasta entrada la década de 1990. Ahí irrumpió en la escena el nefasto “Yamal que para, yamal que cieya”, brazo ejecutor de una política antiferroviaria  que había sido iniciada allá lejos por Arturo Frondizi y su plan Larkin –supuestamente para sanearlos–. La agónica supervivencia de los vagones fundacionales tuvo un honroso destino social. Del 2001 al 2007, si bien funcionaron en un calamitoso estado –por el que nada se hacía para mejorarlo– como “tren blanco” o “tren cartonero”, permitía a quienes se desempeñaban en esos durísimos años, como recolectores de residuos de cartón y papel, movilizarse desde y hacia sus lugares habitacionales. En 2007, TBA decidió suspender esos servicios que se habían tornado por su precariedad –que nunca se intentó corregir– peligrosos. De aquellos revolucionarios –para la época– Vickers que inauguraron el servicio hace casi un siglo sólo queda, en buen estado de conservación, la maqueta de 80 cm. de largo que la Asociación amigos del Tranvía (7) conserva en su biblioteca. De las viejas políticas ferroviarias que vieron crecer este país social y económicamente, nos resta la esperanza de que este renacer vial contemporáneo se afiance y nos devuelva los trenes.
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Notas:
1. 10 de agosto de 1914.
2. la Ley Cafferata, inspirada por el diputado Juan Félix Cafferata, quien trasladó su apellido al barrio homónimo.
3. Estación Terminal Retiro del Ferrocarril Mitre, Comisión Nacional de Museos y Monumentos y Lugares Históricos.
4. La construcción del material rodante para este nuevo servicio estuvo a cargo de las firmas británicas Metropolitan Carriage & wagon Co, Gloucester Carriage & Wagon Co. Y Birmingham Railway Carriage & Wagon Co. (bastidores y carrocerías) y British Thompson Houston (BTH) y Metropolitan Vickers (MV) el equipamiento eléctrico.
5. Cada coche motriz contaba con un boguie motriz y otro portante, a excepción de 28 coches que fueron equipados con doble boguie motriz. Había también coches portantes –sin tracción– que con el tiempo se convirtieron en “tractores” al instalársele un boguie motorizado retirado de los de doble tracción.
6. Andrés J. Bilstein. “Trenes eléctricos del F.C. Central Argentino”.  http://portaldetrenes.com.ar/
7. Asociación Amigos del Tranvía y Biblioteca Popular "Federico Lacroze", Thompson 502, esq. Valle, CABA.
Consulta de datos: Los datos de este artículo fueron extraídos del portal  http://portaldetrenes.com.ar/,de los artículos publicados por Andrés J. Bilstein titulados “Trenes eléctricos del F.C. Central Argentino”.

Imagen: Un primitivo vagón eléctrico Vickers. 
La nota y la ilustración fueron tomadas del periódico "Desde Boedo", Nº 151, febrero de 2015. 
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